Réquiem por Harnoncourt
La muerte de Nikolaus Harnoncourt (86 años) nos habría sorprendido si no hubiera sido porque ya había trascendido hace unas semanas la noticia de su retirada. Que era una forma de morirse. Y que anticipaba estos pormenores trágicos revelados ahora asépticamente por las agencias de noticias.
Harnoncourt ha muerto al tiempo que ha aparecido su último disco. Un homenaje a Beethoven -Cuarta y Quinta sinfonías- que parece un testamento. Porque recurrió para grabarlas a la orquesta de su vida -Concertus Musicus Wien- y porque la versión demuestra la personalidad y la originalidad de Harnoncourt, demiurgo de un Beethoven telúrico, magmático. Que suena y abruma como nunca lo habíamos escuchado. Y que explica la mayor contribución de Harnoncourt a la música: la clarividencia, la capacidad de leer entre líneas, el asombro de convertir el silencio en la nota más sonora de la partitura, la concepción oceánica de la lectura musical.
A Harnoncourt le interesó menos el oleaje que la corriente. Nos llevó siempre a las profundidades. Sus conciertos eran acontecimientos. Sucedían cosas. Se producían experiencias memorables, trascendiendo la especialidad barroca que hizo del maestro berlinés un descubridor de Monterverdi, un cantor de Bach, un costalero de Handel, un discutible mediador vivaldiano.
Discutible quiere decir que Harnoncourt nunca buscó ni encontró la unanimidad. Menos aún cuando las grandes batutas de su generación -Karajan, Bernstein, Maazel, Solti- debieron observarlo como un excéntrico amanuense que halló en el barroco su territorio marginal. Fue el contexto en que grabó junto a Leonhardt la integral de las cantantas de Bach, proeza discográfica sin equivalencia y canon estético del que mamaron los herederos británicos, holandeses y franceses.
Y su reino no fue de este mundo hasta que apareció entronizado en el Concierto de Año Nuevo de 2001. Allí descubrieron los profanos la expresividad de su gesto, las facultades de telepredicador, la hondura de su mirada, el carisma hipnótico, la combustión de la Filarmónica de Viena, el esfuerzo con que Harnoncourt hizo de la música una liturgia de la vida y de la muerte. Del sonido y del silencio. Tanto color. Tanto contraste. Tanta dinámica. Tanta implicación. Tanta emoción. Tanta pena, tanta. Ha muerto Bach otra vez. Y ha muerto Mozart.
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