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Inquietante ‘Invernadero’

Mario Gas ha estrenado la versión castellana de ‘The Hothouse’, una pieza de juventud de Harold Pinter cuya mezcla de humor y horror sigue inalterada

Marcos Ordóñez
Tristán Ulloa e Isabelle Stoffel, en Invernadero.
Tristán Ulloa e Isabelle Stoffel, en Invernadero.Ros Ribas

Hará un par de años, con motivo de la reposición de The Hothouse, dirigida por Jamie Lloyd en Trafalgar Studios, escribí: “Harold Pinter fue, en muchas cosas, un adelantado a su tiempo. Esta farsa negrísima se anticipa al humor nihilista de What the Butler Saw (1969), de Joe Orton; a los diálogos delirantes de los Monty Python y a la fantasía paranoica de la serie The Prisoner (1967), de Patrick McGoohan, donde los asilados de una residencia presuntamente apacible eran despojados de su identidad para convertirse en números”. The Hothouse (Invernadero, en la estupenda traducción de Eduardo Mendoza) tiene un detonante autobiográfico, como Pinter le contó a Michael ­Billington, su biógrafo.

En 1954, para ganar algo de dinero, el joven dramaturgo se presentó voluntario a unas pruebas “de percepción sensorial” en el Maudsley Hospital de Londres, que resultaron ser un tratamiento de shock psicológico, con electrodos y sonidos de altísima frecuencia, muy similar al que luego mostraría en la obra.

“Pasé varios días”, dijo, “temblando de pies a cabeza, preguntándome a quiénes estarían destinados aquellos experimentos, y tardé mucho tiempo en olvidar la experiencia”. Escribió The Hothouse en 1958, como pieza radiofónica para la BBC, y la reconvirtió en obra teatral, pero luego la echó al cajón, quizá porque compartía tema de fondo (la máquina totalitaria desplegando sus redes sobre el individuo) con The Birthday Party, que acababa de estrenar y apenas había durado una semana en cartel. Veintidós años después, en 1980, la releyó y quiso que viera la luz en el Hampstead Theatre Club, bajo su propia dirección. Y 15 años más tarde encarnó a Roote, uno de sus torvos protagonistas, en el Minerva Studio de Chichester, a las órdenes de David Jones, de donde saltó al West End.

Invernadero, que Mario Gas ha montado en la Abadía, transcurre, entre torrentes de alcohol, en un kafkiano “centro de reposo” de la posguerra británica, durante una jornada navideña marcada por un nacimiento y una muerte. Juan Sanz ha diseñado una escenografía en cuyo centro se alza una escalera metálica de caracol que evoca una cárcel y, tal vez, un descenso a los infiernos. La idea es sugestiva, pero su plasmación resulta algo mamotrética para el escenario de la sala Juan de la Cruz, y sus giros entre escena y escena ralentizan un poco la acción.

El texto pasa del humor gélido y dislocado a la atmósfera de pesadilla en un pispás y no es fácil modular esa alternancia de tonos: el espectáculo cuenta con pasajes redondos junto a otros que requerirían, a mi juicio, de un ritmo más vivo, como el primer diálogo entre Roote y Gibbs. Roote, director de la misteriosa institución, es un excoronel pomposo, canallesco y enloquecido, que Simon Russell Beale interpretaba en el montaje de Lloyd como un John Cleese diabólico. Gonzalo de Castro me hizo pensar en un cruce, muy español, entre los jefes de La oficina siniestra de La Codorniz y los militares zumbados de La hija del capitán de Valle. Al comienzo, su Roote resulta algo impostado, como si estuviera doblando una serie inglesa, pero poco a poco va pisando fuerte, encuentra una voz propia, y cuando pierde definitivamente la chaveta da auténtico miedo. Tristán Ulloa es Gibbs, su impenetrable segundo de a bordo: trabajo de mucho mérito, que debe dejarle las mejillas acalambradas, pues de principio a fin mantiene una sonrisa ofídica que parece sujeta con grapas, pura encarnación de lo que los británicos llaman the smiler with the knife under the cloak. También llevan cuchillos (metafóricos y reales) bajo el abrigo Lush y Tubb, serviles y al mismo tiempo vengativos, pasando de la reverencia al ­puyazo y esperando el momento preciso para asestar el golpe fatal.

Jorge Usón, que ya estaba fenomenal en Feelgood, borda todas las intervenciones de Lush, especialmente la cínica tirada en la que cuenta, con un ritmo espec­tacu­lar y las mañas de un bufón shakesperiano, cómo engatusó a la madre de uno de los pacientes. ­Gibbs y Lush no están lejos de Goldberg y McCann, los sicarios de The Birthday Party, o de Briggs y Foster, los criados de No Man’s Land.

La pieza se escribió como radiofónica en 1958 y durmió en el cajón hasta 1980. Entonces el autor la releyó y quiso dirigirla

Lo absurdo y lo siniestro encuentran un perfecto ensamblaje en el careo central entre Roote, Lush y Gibbs, para mi gusto la escena culminante de la función, que De Castro, Ulloa y Usón representan como una perversa entrada de clowns, muy bien pautada por Pinter y expertamente dirigida por Gas, y que concluye con la llegada del subalterno Tubb (impecable Javivi Gil Valle) con un par de regalos navideños no menos inusitados. Con Carlos Martos (Lamb) me sucedió algo parecido a lo que señalaba antes acerca del arranque de Gonzalo de Castro: no me resultó convincente su presentación, en el diálogo con la señorita Cutts (Isabelle Stoffel), como si tratara de imitar cadencias británicas. En todo caso fue una impresión pasajera, porque clava el tono cuando comienza a asomar su condición de chivo expiatorio, y te parte el alma durante la tremenda escena que le sigue y que no contaré. Isabelle Stoffel tiene que pechar con un estereotipo (Cutts, el personaje menos definido, es una zorrupia vagamente macbetiana con aires de femme fatale) y tiene magnetismo sobrado, pero no le ayuda una gestualidad excesiva y una dicción poco clara: me pareció más nítida en La rendición, de Toni Bentley, en el CDN. Sus mejores momentos son el asfixiante interrogatorio, mano a mano con Tristán Ulloa, y la evocación de su primer encuentro con Roote, donde puede darle algo de profundidad a su composición.

Invernadero acaba en punta, con un sorprendente doble final, en el que se advierte la temprana maestría de Pinter: saltamos, tiempo después de la acción principal, al despacho del ministro Lobb (también tiene aquí Ricardo Moya un aire de jerarca valleinclanesco), donde Gibbs informa de lo sucedido aquella noche, y volvemos de nuevo al lugar de los hechos para que una estampa pavorosa nos muestre “lo que de verdad tiembla en la punta del tenedor”, como diría William Burroughs.

He disfrutado igualmente de Enrique VIII y la cisma de Inglaterra, un Calderón que desconocía, a cargo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico: excelente puesta de Ignacio García, con un poderoso Sergio Peris-Mencheta encabezando un reparto muy bien conjuntado. En breve se lo cuento.

Invernadero. De Harold Pinter. Dirección: Mario Gas. Intérpretes: Gonzalo de Castro, Tristán Ulloa, Jorge Usón, Isabelle Stoffel, Carlos Martos, Javivi Gil Valle y Ricardo Moya. Teatro de la Abadía. Madrid. Hasta el 5 de abril.

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