¡Que viene la marabunta!
Muchos fueron los productos de la fábrica de sueños en llevar a cabo la identificación subliminal entre comunistas e insectos
"Los insectos acechan fuera", advierte el latifundista Christopher Leiningen (Charlton Heston) a su bellísima esposa, Joanna (Eleanor Parker), cuando las asesinas hormigas rojas ya han arrasado sus plantaciones de cacao y avanzan ineluctables hacia su lujosa mansión, levantada con mano de obra semiesclava en plena jungla brasileña. Cuando ruge la marabunta (1954, Byron Haskin) no es el único producto de la fábrica de sueños en llevar a cabo la identificación subliminal entre comunistas e insectos. Hubo muchos más, tantos que llegaron a constituir un apartado dentro del nutrido subgénero de la serie B denominado popularmente Better Dead Than Red (mejor muerto que rojo), que proliferó durante la histeria anticomunista de mediados de los cincuenta, cuando la serie B se pobló de alienígenas invasores, espantosos mutantes producidos por los experimentos nucleares y toda clase de repugnantes criaturas que amenazaban con hacer trizas la orgullosa mansión del modo de vida estadounidense. Por sólo citar otros dos ejemplos de esos años gloriosos del anticomunismo insectívoro, en Them! (La humanidad en peligro) —1954, Gordon Douglas—, las criaturas amenazantes eran también hormigas, y en Tarántula (1955, Jack Arnold), gigantescas arañas mutantes. He pensado en aquellos odiados invasores de seis u ocho patas mientras escuchaba en ciertas tertulias radiofónicas de la derecha algunos de los dicterios que aguerridos sabelotodo lanzaban contra una de las fuerzas políticas emergentes y algunos de sus no siempre cristalinos dirigentes (pero esa es otra historia que, sin duda, se cobrará su peaje electoral), convertidos por el Partido Popular —como señalaba David Trueba en su columna—, en su Némesis. No recordaba invectivas semejantes desde que el eximio falangista Rafael García Serrano despotricaba en El Alcázar (septiembre de 1975) contra Olof Palme —“estrábico, miserable, delincuente, asesino profesional” llegó a llamarle— porque el entonces primer ministro sueco se había atrevido a protestar públicamente contra las condenas a muerte (las últimas que se firmaron en España) de cinco antifranquistas. Prescindiendo de la opinión que, hoy por hoy, suscite en cada cual Podemos (y yo, como usted, improbable lector/a, tengo la mía), me resulta enormemente sospechosa la nula importancia que otras fuerzas políticas concurrentes están concediendo a los feroces ataques (que a menudo se deslizan hacia la calumnia y la incitación al odio) que recibe: me recuerda el silencio interesado con que algunos historiadores conservadores (pocos, afortunadamente) recibieron hace unos años el burdo revisionismo historiográfico de Pío Moa. En todo caso, en España se sigue protestando por encima de los clónicos rifirrafes parlamentarios en los que los representantes democráticamente elegidos ya no responden al anhelo de cambio de los ciudadanos que los votaron, que ahora se vuelven con mayor o menor convicción hacia fuerzas políticas (a derecha y a izquierda) aún extraparlamentarias. A los interesados en los distintos contextos y fuerzas que han alumbrado las esperanzas de cambio y la protesta ciudadana desde principios del siglo XX les resultará tan útil como a mí Protestar en España, 1900-2013(Alianza), del profesor Rafael Cruz, un ensayo histórico que ofrece una panorámica de las formas que ha adoptado en nuestra historia contemporánea la protesta como derecho básico de la ciudadanía e instrumento de cambio social.
Santa
Por una de las incongruencias de mi caótica, incompleta y pedantuela educación, no llegué a santa Teresa de Jesús en mis años de secundaria y gracias a mis profesores de literatura, sino mucho más tardíamente y a partir de las múltiples menciones que de ella hace Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949, Cátedra). Fue allí donde leí por primera vez —¡y en francés! para mayor contradicción— el célebre párrafo en que la santa se refiere a la visión de aquel querubín de rostro encendido que llevaba en las manos “un dardo de oro largo” que le clavaba en el corazón y “le llegaba a las entrañas”, y que, “al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios”. Beauvoir comenta con jerga existencialista ese instante mencionando la superación de la “contingencia de la existencia” mediante ese amor a Dios confundido con el amor carnal y humano. Una escena de fuerte carga erótica que nadie ha sabido reflejar más cabalmente que Bernini en el barroquísimo Éxtasis de la basílica de Santa Maria della Vittoria, en el que la mística espera anhelante y en plena transverberación la entrada —a la vez dolorosa y dulcísima— del venablo de oro, mientras es observada desde los palcos de mármol del teatral escenario por los miembros de la familia del cardenal Cornaro, que es quien le había hecho el encargo para adornar su futura tumba: un monumento al narcisismo implícito del sujeto místico y al voyerismo como de peep show avant la lettre de los espectadores de piedra. Con todo, tardé mucho en comprender que, más allá de las experiencias erótico-religiosas, el Libro de la vida (1562-1565) constituye uno de los puntos de referencia ineludibles de la autobiografía literaria en lengua castellana y una obra clave de la literatura mística universal. Ahora, con ocasión del quinto centenario del nacimiento de Teresa de Cepeda, lo publica Lumen en edición de Elisenda Lobato. También aprovechando la efeméride, aparece en el mismo sello Malas palabras, una reinterpretación novelesca de la autobiografía de Teresa en que la joven escritora granadina Cristina Morales imagina el texto que la santa no llegó a incorporar en el que entregó a su confesor. En todo caso, para mi gusto la mejor interpretación biográfica de la santa carmelita sigue siendo Teresa de Jesús, de Olvido García Valdés, publicada en 2001 por Omega en la estupenda (pero escasamente vendida, como a veces sucede con las ideas editoriales que se adelantan a su tiempo) serie Vidas Literarias que dirigía Nuria Amat.
Tejemanejes
De un tiempo a esta parte vengo observando determinados “descuidos” y “olvidos” en las páginas de crédito de no pocos libros. En muchos casos suponen un pequeño fraude al lector y, en algunos —como los que afectan al ISBN—, una piedrecilla en los engranajes de la cadena editorial. Ahí van dos descubiertos la última semana. Alba republica Los tres usos del cuchillo, de David Mamet, tal como lo hizo en 2001, sólo que cambiándole la cubierta y subiéndole el precio. Claro que, como desean que parezca novedad (no reedición) y que los libreros le den trato de tal, no se les ha ocurrido otra cosa que asignarle un nuevo ISBN: si eso no es un fraudecillo que venga el dios de editores y lo vea. En cuanto a Penguin Random House, sus “olvidos” en la página de créditos afectan al traductor (que no aparece) y al título original de Última sesión, de Marisha Pessl, un descuido tanto más notable cuanto que la editorial es propietaria de los derechos mundiales en castellano de la novela (cuya lectura, por cierto, abandoné muy pronto por aburrimiento). En fin, la picaresca acompañando a la crisis.
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