_
_
_
_
_
PURO TEATRO

Liebres y rinoceronte

Ha vuelto 'Rinoceronte', de Ionesco: un texto excesivo, pero servido en el María Guerrero por una fenomenal compañía, en el mejor montaje de Ernesto Caballero para el CDN

Marcos Ordóñez
Fernando Cayo, en un momento de la representación de 'Rinoceronte'.
Fernando Cayo, en un momento de la representación de 'Rinoceronte'.Valentín Álvarez

Rinoceronte es, a mi juicio, uno de esos casos en los que el trabajo de los actores y la puesta de Ernesto Caballero (lo mejor que ha hecho en el CDN) vuelan muy, pero que muy por encima del texto. Me siento un poco Berenger al decir esto, quizás para estar a juego con el protagonista, pero me aburre esta obra, y que san Ionesco me perdone: avanza con andadura paquidérmica (o perisodáctila, para ser precisos) y ellos se mueven como un grupo de veloces liebres. Liebrélopes, como decía el padre de Frasier, cruzando liebres con antílopes. Rinoceronte (Rhinoceros,1959) fue un éxito, controvertido pero éxito, en su época, de la mano de grandes nombres: Barrault en el Odeón, 1960; Olivier, dirigido por Welles, en el Royal Court, el mismo año. En 2007 volvió al Court, por cierto, a modo de homenaje, protagonizado por el entonces emergente Benedict Cumberbatch (con críticas discretas). Bódalo la estrenó en el María Guerrero, en 1962, a las órdenes de José Luis Alonso, otro grande.

Vi la obra por primera vez en televisión, en un Estudio Uno, a mediados de los sesenta, con Bódalo y Caffarel. Yo era un crío y me impresionó mucho, casi tanto como La metamorfosis, de Kafka. En 1974 sufrió una atroz adaptación cinematográfica, reconvertida en sátira sobre el ascenso de Nixon, y malbaratando a Gene Wilder y Zero Mostel, que la había estrenado en Broadway. Rinoceronte se me cayó violentamente a los pies en el Grec de 2013, en una producción (muy exitosa) del Théâtre de la Ville, dirigida por Emmanuel Demarcy-Mota. A diferencia de El rey se muere, que Ionesco estrena en 1962, y que, revisada hará unos años en La Abadía, me sigue pareciendo su verdadera obra maestra, donde el personaje de Berenger adquiere auténtica hondura, peso trágico y existencial.

Rinoceronte tiene una premisa sugestiva con un desarrollo muy reiterativo. El original se pone en dos horas y media. Caballero la ha dejado en dos. Yo creo que necesita más poda. Diálogos tediosos, cargados de cháchara, que se alargan muchísimo y remachan una y otra vez la misma idea: todo el mundo se está convirtiendo en rinoceronte y pronto no quedará ni un disidente. Bueno, uno. Eso lo hemos visto mil veces mejor contado, sobre todo en el género fantástico (zombis, bulbos alienígenas, simios o robots dominadores), con más brevedad, más zumba y menos pretensiones de gran reflexión filosófica o política. Rod Serling, por ejemplo, solía ventilarse esas parábolas en media hora y con resultados muy notables.

Ionesco se hartó de decir que narraba la protesta del individuo contra la masa, fuera hitleriana, soviética o peronista (sí, lo dijo). El discurso es tan vago que tiene peligrosos deslizamientos. Forzando un poco la cuerda, a la manera del Lógico que interpreta Paco Deniz, asusta un poco fantasear con la posibilidad de que el repudio de la mayoría podría incluir también el lamento de un fascista porque los republicanos han ganado las elecciones: Foxá en Madrid de corte a checa, por ejemplo. Ahí dejo la idea. Me interesó mucho más lo que Ionesco anota (directo, sin marear tanto la perdiz) en su diario de los años treinta, cuando descubre que Cioran y Eliade veneran a Codreanu, el líder de la Guardia de Hierro, mientras Hitler y Stalin imponen su ley: rinocerontismo a tres bandas.

En el María Guerrero relumbra un formidable trabajo de equipo.  Su labor es meritoria: la obra tiene poca carne dramática

Pese a todo, he disfrutado de la función porque en el María Guerrero relumbra un formidable trabajo de equipo: no se puede defender mejor. La labor actoral es doblemente meritoria, pues tienen poca carne dramática a la que agarrarse. Buena parte de los personajes son esbozos caricaturescos o portavoces con escaso desarrollo. La dirección es firme, imaginativa, y los 14 intérpretes reman en el mismo sentido y con gran entrega. Hay estupendas ideas de puesta en escena. Caballero baja la acción dispersa del primer acto al patio de butacas para envolver al espectador, como había hecho Lorca (y Pasqual) en Comedia sin título. Hasta los más episódicos tienen su momento y su brillo: el desgarro de la mujer del gato (Mona Martínez), el casi rap del Lógico, el poético baile de Juan Antonio Quintana (más Rafael Alonso que nunca) con la enmascarada, rinoceróntica mujer de negro. Y la multiplicación de los ciudadanos sin rostro, y las hermosas máscaras de Asier Tartás, y la música y el inquietante espacio sonoro, con rugientes temblores de estampida, a cargo de Luis Miguel Cobo. En el segundo acto crece, hacia lo alto y hacia lo hondo, ese pozo de escaleras metálicas imaginado por Paco Azorín, con helada claridad fluorescente, que firma Valentín Álvarez.

Pepe Viyuela es el rey del espectáculo. No voy a descubrir a estas alturas su potencia tragicómica, pero sí decir que aquí logra una cima: está sensacional, matizadísimo, lleno de verdad. No sentimentaliza a Berenger; le da una gran vulnerabilidad a ese don nadie alcohólico y fatigado, sobre todo en el último acto, para mí el mejor porque emerge, al fin, una pulsión emocional: la historia de amor con Daisy, en un dibujo muy sutil y modulado de Fernanda Orazi, una gran actriz que a veces tiende a la crispación, a un cierto exceso de trazo, y aquí está contenidísima. Es la parte más humana, más comunicativa, más íntima del texto; la más sencilla y clara: están enamorados, él cada vez más obsesivo, y la amenaza se extiende a su alrededor, hasta cerrarse con una impresionante imagen metafórica que no contaré aquí porque, simplemente, hay que verla.

Juan, el fanfarrón fascistoide, corre a cargo de Fernando Cayo, que borda un soberbio, agotador (imagino) trabajo físico: la transformación en rinoceronte ante nuestros ojos (y los de Berenger, claro). Difícil, notable escena, aunque para mi gusto hay demasiados golpes contra las paredes metálicas. José Luis Alcobendas sirve muy bien la sinuosidad de Dudard, el seudointelectual, en el pasaje que quizás requeriría más recortes. Muy bien también Ester Bellver (la enloquecida señora Boeuf), la retranca pomposa del Botard de Janfri Topera, y los breves pero cumplidos roles de Bruno Ciordia y Chupi Llorente (los de la tienda), Juan Carlos Talavera (el señor Papillon) y Pepa Zaragoza (la camarera). Al acabar hubo merecidos bravos para la compañía y el equipo técnico, y público puesto en pie.

En la barcelonesa sala Flyhard he aplaudido el doble debut (dramaturga y directora) de Clàudia Cedó con una original y poderosa comedia, Tortugues o la desacceleració de les partícules, que dará que hablar: no se la pierdan. La semana que viene se lo cuento.

Rinoceronte, de Eugene Ionesco. Dirección: Ernesto Caballero. Intérpretes: Pepe Viyuela, Fernando Cayo, Ester Bellver, Paco Déniz. Teatro María Guerrero. Madrid. Hasta el 8 de febrero.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_