Suspenses
En el cine en que vi 'Perdida' hubo risas no deseadas, cosa que suele suceder cuando un director pretende colar por profundo lo que es una mascarada
Hay una anécdota muy conocida de cuando alguien se acercó a Hitchcock para sondear su opinión acerca un homenaje, un hommage, que Brian de Palma le había rendido con una película. El director británico recurrió a la ironía al responder: “¿Hommage? Supongo que quiere decir fromage”, que es queso en francés y despertaba más simpatía en el glotón Hitch. Aunque su nombre se invoca en cada ocasión en que el suspense se apropia de una pantalla, no es fácil imitarlo. E incluso grandes directores de cine como Truffaut cayeron en el ridículo cuando intentaron copiar su estilo y su modo de disponer el argumento de misterio. Ahora ha vuelto a ocurrir con Perdida, la última película de David Fincher. La traducción del título al español ya da pistas, porque Gone Girl es la chica que se fue y Perdida tiene en castellano una segunda connotación peyorativa. Nunca se dijo hombres perdidos, con ese machismo atronador, pero las mujeres perdidas apuntaban a una categoría moral que era conveniente castigar.
En el cine en que vi Perdida hubo risas no deseadas, cosa que suele suceder cuando un director pretende colar por profundo lo que es una mascarada. Podría ser la película favorita del alcalde de Valladolid y sus autoviolaciones de ascensor, pero apunta a lograr lo que para las aventuras extramatrimoniales logró Atracción fatal, aunque esta vez a costa de la violencia doméstica. Hace poco una película danesa, La caza, logró situarnos en el papel del falso culpable de unos abusos a menores, pero el reto residía en entender a los acusadores, a la sociedad linchadora sin reducir la complejidad a los niveles de la chifladura.
Los programas de tele son criticados siempre en esos procesos. A veces con demasiada facilidad y un grado de caricatura facilona, como hace Fincher, pero la psicosis colectiva tiene mucho que ver con las prioridades de una sociedad, sus miedos, sus terrores. Esto lo entendió bien Hitchcock. Cuando vemos que la decena de muertos por legionela en Catalunya no merecen la alarma ni las explicaciones detalladas de la autoridad ni el suspense de otras cepas contagiosas, descubrimos que nunca dejaremos de ser juguetes de las prioridades ajenas y de nuestro incontrolable estado de ánimo.
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