Un lugar rescatado
En San Lorenzo, mi barrio del pasado, se abre de pronto una expectactiva de porvenir
La vida de cada uno puede resumirse en una sucesión de paisajes, como uno de esos álbumes de postales que se encuentran en los mercadillos, y que dejan una sensación de pasado obsoleto, de memoria perdida que ya no es de nadie. Entre las postales de mi vida, paisajes de espacio y de tiempo, de recuerdos transmutados en ficciones y de ficciones que ya no sé qué parte de recuerdo contienen, una de las tres o cuatro que la resumen sería la del barrio de San Lorenzo en mi ciudad natal, Úbeda, donde pasé una gran parte de la niñez y toda la adolescencia. San Lorenzo es un barrio de plazas recogidas y calles estrechas y en cuesta, que desemboca de manera natural en los caminos del campo y en las lejanías prodigiosas del valle del Guadalquivir y las sierras de Cazorla y de Mágina. “Montes de Cazorla / Aznaitín y Mágina”, dice Antonio Machado, que miró desde Baeza estos mismos paisajes. San Lorenzo es ahora un barrio donde vive sobre todo gente mayor y hay muchas casas que llevan deshabitadas mucho tiempo, algunas ya en trance visible de ruina, muchas con letreros de “se vende” colgados sin esperanza de los balcones. En estas casas de austeras fachadas blancas de cal con dinteles de piedra vivieron familias de campesinos y de hortelanos. Las puertas son grandes, para dejar paso a los animales, y al fondo de los zaguanes hay corrales espaciosos en los que se criaban gallinas, conejos y cerdos, habitaciones que fueron cuadras, altas cámaras en las que se almacenó el grano y la paja, donde se tendieron a secar los jamones de las matanzas. Por esas calles circularon manadas de vacas, de ovejas y de cabras, que dejaban tras de sí olores a estiércol y ruidos de pezuñas sobre el empedrado. En estas plazuelas donde no suele faltar el escudo en piedra de un caserón más o menos nobiliario el silencio de ahora es más opresivo para quien recuerda el clamor doble de los juegos infantiles, los juegos paralelos y nunca mezclados de los niños y las niñas, romances de saltar a la comba y bramidos masculinos del salto del burro, de partidos de fútbol y feroces guerrillas territoriales.
Entre las postales de mi vida, una de las tres o cuatro sería la del barrio de San Lorenzo
Los paisajes de la vida acaban convirtiéndose en lugares de desaparición. Los adultos de entonces están muy mayores o muertos, y todos los niños se fueron, nos fuimos, en una diáspora generacional que a algunos nos llevó a los sitios más insospechados. Lo que había sido un cinturón de huertas umbrosas y fértiles, cultivadas sin interrupción al menos desde el tiempo de los musulmanes, fue cayendo en un abandono gradual: algunas casillas blancas de hortelanos se convirtieron en chalets, sus albercas en piscinas; los caminos antes bien cuidados los devoró la maleza o los volvieron impracticables las riadas; una agricultura variada de cereal, viña, hortaliza y aceituna dio paso al monocultivo del olivar. Volver al barrio era visitar una ciudad fantasma, una Comala más poblada de muertos que de vivos.
Casi la única persistencia era la de las lejanías. Lo peculiar del barrio de San Lorenzo es el contraste entre la escala de sus espacios interiores —las plazuelas, los callejones— y la desmesura marítima de su horizonte. Otras postales de mi vida son la del estuario del Hudson desde el Riverside Park de Nueva York y la del Tajo desde el Cais das Colunas en Lisboa. Pero mucho antes de asomarme a cualquiera de las dos ya me había adiestrado en la contemplación de horizontes prodigiosos asomándome al valle del Guadalquivir desde los miradores de mi barrio de San Lorenzo, que siguen el contorno parcialmente en ruinas de la muralla medieval. Sus muros descienden como acantilados verticales hasta las terrazas de las huertas abandonadas, donde han crecido junglas de higueras. Muchos balcones que dan a los miradores están tapiados, y una parte de ese costado de la ciudad ha sido desfigurado por la codicia y el mal gusto infame de los especuladores inmobiliarios, pero la maravilla de la distancia se mantiene intacta, y lo que uno ve a lo lejos es lo mismo que veía con sus ojos dilatados de niño, lo que vio Antonio Machado hace un siglo en sus caminatas pensativas. El Guadalquivir casi no se distingue, pero el paisaje cambia tanto como un horizonte de mar o de gran río lento, según la hora del día, según la humedad de la atmósfera, y unas veces las rocas peladas de la sierra parecen tan próximas que casi podrían tocarse, y otras todo queda sumergido en una bruma oceánica, o los montes surgen como islas sobre la niebla que cubre toda la extensión del valle.
Quieren que la iglesia sea un imán para la revitalización, que haya música y literatura
En esa postal todas las escalas del tiempo son simultáneas: la de los recuerdos personales, la de las generaciones que uno conoció, la del pasado histórico, la de las duraciones geológicas que han modelado el paisaje. Al filo de la muralla, entre el barrio y sus lejanías, en la frontera entre lo tangible y lo remoto, la iglesia de San Lorenzo es como una torre vigía o un faro. Cuando éramos niños la iglesia nos parecía misteriosa porque estaba cerrada al culto y no tenía campanas. Asomándonos al gran agujero de la llave o a las rendijas del portón veíamos un vasto interior sombrío en el que se distinguían a veces tronos de Semana Santa o retablos arrumbados. Los tres arcos vacíos de la espadaña sobresalían de un muro cubierto de hiedra. Una mujer a la que llamaban la sacristana o la campanera vivía tan sola en San Lorenzo como si fuera la guardiana de un faro. Murió en los años noventa y desde entonces se aceleró el deterioro de la iglesia. Había sido siempre una parroquia modesta, de barrio trabajador, con una imagen policromada de San Lorenzo que los hortelanos sacaban en procesión por las calles cercanas el día de su fiesta, en agosto. Fue asaltada y saqueada al principio de la Guerra Civil, y ya no volvió a usarse para el culto.
En los últimos años se volvieron cada vez más urgentes las alertas ciudadanas sobre su próxima ruina. Ni el obispado de la provincia ni las autoridades municipales o regionales mostraban ningún interés por salvarla. Una fundación local, Huerta de San Antonio, sostenida por una familia de antiguos hortelanos, ha buscado los fondos para asegurar una restauración de urgencia, logrando a cambio que la Iglesia ceda el edificio de San Lorenzo para actividades culturales, educativas y cívicas durante 50 años. Volví expresamente a mi ciudad natal y a mi barrio para participar en un acto público en San Lorenzo, con sus muros desnudos, sus andamios de obras, su dramatismo de perduración y ruina, y era como visitar una de esas iglesias largo tiempo abandonadas de Nueva York en las que se ofrecen conciertos o fantásticos montajes teatrales que usan en beneficio propio la belleza de los lugares lacerados por el paso del tiempo. Quieren que San Lorenzo sea un imán para la revitalización del barrio, que haya música, literatura, teatro, oficios artesanales rescatados. Quieren abrir un mercado semanal en el que vuelvan a venderse los frutos de las huertas cercanas. En mi lugar del pasado se abre de pronto una expectativa de porvenir.
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