Pintura hecha vida
La contemplación de la obra de Chaim Soutine es un golpe seco en la conciencia
Entrar una mañana de sábado en una galería de Chelsea y encontrarse con una exposición de Chaim Soutine es como recibir una descarga eléctrica, un golpe seco que lo despierta a uno a todo el poderío de la pintura: la pintura en su grado más puro, en su más cruda intensidad, en su ebriedad y su dramatismo, en su desmesura alucinada y su empeño riguroso de artesanía. En las galerías de Chelsea, en la actualidad de los museos, en las bienales del Whitney, la pintura es una cosa anticuada y hasta residual, muchas veces un ejercicio de ironía, de autorreferencia o burla de la propia pintura, como si el artista que todavía se dedica a ella tuviera que mirar de soslayo y guiñar el ojo al espectador, avisándole de que él tampoco cree mucho en lo que está haciendo —al revés, aunque no lo parezca se está sumando a la burla general—. Uno ve, en las inevitables galerías Gagosian, la obra de un pintor, y de un pintor además figurativo hasta lo microscópico, John Currin, por ejemplo, con sus cabezas bulbosas de mujeres y sus deformidades pornográficas, con su virtuosismo técnico más vacío que una pompa de jabón, y se pregunta cómo es posible que la pintura, que durante muchos milenios tuvo la capacidad de transmitir con tal vehemencia lo mismo lo más terrenal que lo más sagrado o misterioso, haya aceptado tan de buen grado la irrelevancia decorativa.
Lo que sobrecoge de Chaim Soutine es lo en serio que se tomaba la pintura
Lo que sobrecoge de Soutine, lo que lo sitúa aparte, en medio de las desmayadas idas y venidas por las galerías de Chelsea, es lo en serio que se tomaba la pintura. Es una seriedad que implica al menos dos cosas: la primera, una dedicación incondicional al oficio y una exploración a conciencia de todo lo mejor de la pintura del pasado, en especial todo aquello que nutrirá las facultades particulares del artista, su variedad personal de talento; la segunda, una decisión a rajatabla de convertir el arte en un reflejo de la vida, de usarlo como una herramienta para el conocimiento, semejante en su rigor a la ciencia, sujeto a exigencias equivalentes de verdad, a procesos de búsqueda en los que la capacidad de observación estará aliada a la destreza técnica, a una insobornable integridad en el trabajo. En el París de su juventud fervorosa y hambrienta, Chaim Soutine se aventuraba igual de metódicamente en las galerías del Louvre y en los hangares de los mataderos. Lo que veía en la pintura de los maestros antiguos le servía para mirar de manera más penetrante lo siniestro y lo espléndido del mundo real. Y cuando entraba al Louvre a primera hora de la mañana después de haber pasado la noche sumergido en el vaho y el hedor de los mataderos y los colores de los puestos de los mercados descubría qué pintores habían llegado más lejos en la representación de lo visible, y hasta de lo que no entra por los ojos, los olores, el tacto, el calor que sale de un cuerpo de animal recién eviscerado y descuartizado. Aprendía del buey formidable de Rembrandt, colgado de un gancho, chorreante de sangre, abierto en canal; de los animales sacrificados de Goya, de los bodegones lujuriantes de los pintores holandeses del siglo XVII, con sus desbordamientos de frutas, racimos, perdices, liebres, besugos gigantes. Rembrandt o Goya eran capaces de dotar a un animal degollado de todo el dramatismo de una crucifixión, de una sangrienta ofrenda primitiva. Chardin le seducía por su comedimiento, su atención cordial hacia lo cotidiano. Y desde luego estudiaba, con devoción idéntica, a dos maestros tan ajenos entre sí en apariencia como El Greco y Cézanne. El vocabulario estricto de los bodegones y paisajes de Cézanne, Soutine lo tradujo a un idioma visual que operaba en el filo del desquiciamiento. En sus paisajes meridionales hay una compresión y una falta de atmósfera que agobian; los árboles se retuercen bajo los vientos enconados de los olivos de Van Gogh; y los cielos encapotados, la tierra, las ramas desnudas como extremidades humanas, los crepúsculos, tienen esos coloridos sombríos de vísceras de los panoramas toledanos de El Greco. También hay algo de las torsiones y los alargamientos corporales de El Greco en los retratos que pintaba Soutine en lo años veinte, con una furia como de acercarse a los personajes hasta sacudirlos por las solapas, hasta exigirles la revelación de los secretos escondidos bajo la formalidad de una pose.
La ventaja de una exposición en un museo es su amplitud; y ése es también su principal defecto. La abundancia predispone al aturdimiento; la mirada se cansa con facilidad, un filo que se gasta my pronto. En la Paul Kasmin Gallery, un gran espacio cúbico que se abarca con una sola mirada, hay menos de veinte cuadros de Soutine, ninguno de ellos de gran formato. La impresión es arrebatadora: un golpe seco en la conciencia, una descarga eléctrica. La distancia entre las obras, el espacio en blanco en las paredes, resaltan la fuerza de la pintura, que es visual y táctil a la vez, con anchos ademanes expresivos y particularidades caligráficas que se perciben al acercarse más y al sostener despacio la mirada. Cuanto más se mira más se descubre. Franjas violentas de color anticipan el expresionismo abstracto americano. Ese modo de pintar los rosas, los rojos, los morados, lo crudo y lo vulnerable de la carne animal es el origen de las sordideces corporales de Lucian Freud y en parte de Francis Bacon. En las pinceladas menudas, en los detalles mínimos, en las veladuras, se encuentra ese empeño aprendido en Rembrandt o Goya, el cuidado por la precisión, la sensualidad de un trazo cremoso de óleo que más que copiar la realidad está literalmente queriendo encarnarla. En el catálogo hay una frase de Jacques Lipchitz sobre su amigo Soutine que alude a ese talento: “Había una cualidad en su pintura que no ha visto desde hace generaciones —ese poder de transmutar la vida en pintura —la pintura en vida”.
Cuando Soutine empezó a tener una clientela estable y dejó de pasar hambre, fue la enfermedad la que continuó acosándolo. Su extranjería de emigrante pobre en el París turbiamente xenófobo de la entreguerra dio paso a la persecución y a la clandestinidad, después de la caída de Francia. Chaim Soutine era un apátrida y un judío en el París ocupado. Siguió pintando, escondido, lacerado por las úlceras de estómago. Al fondo de la galería Paul Kasmin hay una puerta que da a un espacio más reducido y menos iluminado que la sala principal. En él, solo en una pared, está uno de los últimos cuadros que pintó Soutine, una maternidad. Una mujer vestida de negro, con un ojo muy abierto, perdido, sosteniendo a un niño ya grande que parece que se le ha escurrido del regazo, con el cuello torcido, los ojos cerrados, las manos colgantes, la cara caída sobre un hombro, dormido o muerto. Se nos olvida la capacidad de la pintura para tratar los asuntos más graves que existen. Soutine pintó ese cuadro en 1942. En 1943 se arriesgó a abandonar su refugio para operarse las úlceras en una clínica de París. Murió en el quirófano, con cincuenta años.
Life in death. Still lifes and select masterworks of Chaim Soutine. Paul Kasmin Gallery. Nueva York. Hasta el 14 de junio.
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