“Afortunadamente fracasé como pintor y quedé reducido a hacer dibujos”
El sudafricano William Kentridge celebra su reconciliación con el dibujo y la influencia de Goya
“El año que viene volveré a la pintura. El año que viene intentaré ser un artista de verdad”. Esas dos frases, consecutivas, dice William Kentridge (Johanesburgo, 1955), se repitió una y otra vez en sus inicios en el arte. Estudió ciencias políticas y estudios africanos en la Universidad de Witwatersand, pero siempre que podía se escapaba a las clases de Bill Ainslie, su maestro desde los 14 años, en la Johannesburg Art Foundation. Le gustaba la pintura. Pero ésta se le resistía entonces y, a pesar del tiempo transcurrido, se le resiste. Esa torpeza infantil que exhibía las mañanas de los sábados, cuando recibía clases en casa de sus padres, sigue intacta. “Podría ser un buen pintor amateur. Se me dan bien las naturalezas muertas, pero los materiales de la pintura no me sirven para entender el mundo, eso sólo me lo da el dibujo. Para mí, el dibujo es una forma de reflexionar”.
Pero, a principios de los setenta, el dibujo era un medio secundario, los artistas de verdad se expresaban sobre el lienzo. Así que Kentridge viró hacia el teatro. Fundó una compañía con unos amigos y lo probó todo: actuaba, dirigía, diseñaba escenografías y carteles. Se convenció de que nunca sería pintor y se fue a París a estudiar teatro con Jacques Lecoq. Pero resultó que tampoco era lo suyo. “Aunque creo que aprendí más sobre dibujo en la escuela de teatro y las clases de política de la universidad. En París aprendí que la energía del gesto necesita habitar tanto la actuación como el dibujo. La universidad me dejó claro que la contradicción y la provisionalidad no son cuestiones marginales sino centrales para entender qué sucede en el mundo”. De regreso en Sudáfrica, trabajó en la industria del cine y la televisión y, con la treintena acechando y una hija recién nacida, fue cuando, por fin, asumió lo inevitable: era artista y su medio principal era el dibujo. Hoy, con varias décadas de perspectiva, resuelve: “Afortunadamente fracasé como pintor y quedé reducido a hacer dibujos a carboncillo”.
Ni siquiera habían transcurrido 24 horas desde su llegada a Madrid —visitó la capital para recoger el Premio Penagos de Dibujo que le concedió la Fundación Mapfre—, y Kentridge ya se encontraba contemplando los álbumes de dibujo de Goya en el Museo del Prado. “Cuando lo conoces es imposible no admirarlo. Creo que, para mí, es clave seguir una trayectoria del arte moderno que no borre la figuración. Y Goya es un punto de partida muy importante. Él fue un artista con una obra muy vinculada a la política, a la historia, con una imaginación extraordinariamente vívida y una técnica maravillosa. No sé quién sería sin Goya”. En la pinacoteca madrileña pasó unas “horas felices estudiando sus álbumes, algunos de los dibujos preparatorios para los grabados. Éstos ya los conocía, pero los dibujos preparatorios no, ignoraba su sencillez, su sutileza. Son como los grandes dibujos de Rembrandt: parece que no hay nada en ellos, pero evocan toda la riqueza del mundo. Son lo contrario a las obras de algunos artistas que dibujan un millón de líneas para describir algo banal”. Después se dirigió a la Ermita de San Antonio de la Florida. “Había visto esos frescos de Goya en un libro, pero no tenía ni idea de cuál era su escala. Son más pequeños de lo que esperaba: una joya. En el libro puedes ver la obra entera, pero cuando estás ahí observándola la experiencia es inestable, no puedes ver la obra completa desde ningún lugar, tienes que moverte, ver un fragmento, cambiar de sitio, ver otro. Tratándose de un dibujo fijo tiene una inestabilidad maravillosa. Es una experiencia visual muy cinematográfica”.
En los años ochenta, William Kentridge exponía sus dibujos con regularidad en Johanesburgo. Dibujar y exponer, dibujar y exponer, dice, se había convertido en rutina, y entonces buscó “algo más”. Un amigo le prestó una cámara de 16 milímetros que utilizó para que sus dibujos cobrasen vida. Dos de esas películas de animación rudimentaria —“de la Edad de Piedra”, en palabras del artista—, Felix in Exile y History of the Main Complaint, dieron a conocer internacionalmente la obra de Kentridge (sus dibujos, grabados, vídeos, esculturas) en la Documenta X de 1997. “Fue un momento decisivo, pero no alteró mi trabajo porque llevaba 15 años en el arte y, a pesar de emplear distintos medios, sigo siendo un dibujante. Pero es cierto que hizo posible que mi obra se viera más, se expusiera más, se comprara más, y eso me permitió trabajar en otras cosas, de otra forma. Me brindó una energía y un espacio nuevos, porque el estudio ya no estaba lleno de obras antiguas: el trabajo salía y dejaba un espacio vacío para llenarlo con nuevas ideas”. Desde entonces, Kentridge ha expuesto en los principales museos del mundo, ha dirigido óperas —debutó con La nariz de Shostakóvich, previamente había diseñado la escenografía de La flauta mágica de Mozart, y ahora está inmerso en la producción de Lulú de Alban Berg, que estrenará el próximo año— y ha sido elegido en 2009 como una de las personalidades más influyentes del mundo, según la revista Time.
En una época en la que los artistas pasan buena parte de su tiempo en aviones, y dispersan sus estudios por todo el planeta, Kentridge se aferra a su ciudad natal: él sigue viviendo en Johanesburgo, en la casa que perteneció a sus padres. “Nunca he sentido la necesidad de mudarme. Hubo un momento en que toda mi familia vivía aquí, ahora la mayoría está lejos, pero Johanesburgo sigue siendo un entorno muy enriquecedor para mí, y es tranquilo. En Estados Unidos o Europa tendría muchos compromisos, distracciones. Allí puedo trabajar mucho, pasar horas y horas en mi estudio. Además, me parece importante, valioso, mantener el contexto de uno. Es especial crecer en una casa donde puedes ver un árbol envejecer durante 50 años, trabajar con la misma gente de forma continuada, permitir que eso forme parte de quien eres”. Aunque se ha escrito que no hay artista menos didáctico que Kentridge, más parco en referencias explícitas, en su obra siempre está su Johanesburgo. “Su arquitectura, la gente de la calle, la simetría local”, enumera. También el apartheid y sus secuelas. “Pero no soy didáctico porque no tengo nada que enseñar”. Como decía en la performance que le inspiró la lectura de La nariz de Gogol: “Sólo soy un artista. Mi trabajo es hacer dibujos. No ser comprensible”.
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