Desgracia
Camus le hace decir a Mersault en El extranjero cómo sintió, mientras disparaba bajo un cielo oscuro y perturbador, que cada tiro era un toque ene “la puerta de la desgracia”. La desgracia es lo que se viene encima sin otro aviso que el instante mismo en que ocurre. Va a ocurrir la desgracia, ocurrió. No hay una un minuto antes, el que sugiere Kipling como el preludio del cielo o del infierno, nada detiene la avalancha, está por venir y no hay milagros.
Están las desgracias que ahora vemos en los telediarios, las imágenes que hubo en Málaga. Cada vez que hay una inundación, y que hay un muerto, viene a la memoria Omaira, aquella chica colombiana, a la que la desgracia se le fue haciendo lenta y también inexorable mientras ella esperaba que la fatalidad hiciera su horrible trabajo.
La vida es una manera de tocar insistentemente a una puerta que a veces te da alegría, o casi, o desgracia, y cuando ésta ocurre es pesada como el cielo aquel en la novela de Camus, el presagio de una tormenta. Ahora han estado los príncipes de Asturias en La Gomera, tratando de confortar a los que sufrieron en verano la llamada fatal de la desgracia. Entonces la desgracia fue el fuego. Evocaron en las islas a César Manrique, el artista que reinventó Lanzarote y que se pasó denunciando la desgracia que ahora vivimos: tanto ladrillo, tanto ladrillo, verán las ruinas. Lo dijo cada vez que tuvo un micrófono delante, y ahora se ve, veinte años después de la desgracia de su muerte, en el documental que firma Miguel G. Morales y que fue emitido este martes (aniversario de la muerte en accidente del artista) por la televisión canaria y estrenado ese mismo día en la Fundación César Manrique.
Produce escalofríos ver entonces a César, en su actividad incesante, avisando de la desgracia, y comprobar que haber atendido aquella advertencia (“¡¡¡no me puedo callar!!”) hubiera ahorrado ahora la evidencia de tanta desgracia. Ahora César Manrique parece, en esa película, un comentarista de la actualidad.
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