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Columna
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Sin escudo

David Trueba

Como seguidor del Atlético de Madrid conoces el filo de la derrota. Esa apreciación del mundo con los ojos escépticos de quien sabe que a todos, tarde o temprano, les toca perder, ayuda a enfrentarse con la realidad. Por eso, el debate de la televisión pública francesa entre Hollande y Sarkozy sirvió para apreciar de nuevo las cualidades del candidato derrotado. Había algo de autenticidad en su carácter visceral. Sarkozy quería guerra, con cejas como puños y una actitud corporal de ataque, pero su contrincante no aceptaba salir del rincón. Apodado Flanby por sus enemigos que impotentes se mofaban de su temblequeo e indefinición, Hollande estudió las campañas de algunos líderes políticos que han vencido en las contiendas electorales rehuyendo el cuerpo a cuerpo, sembrando la fláccida conveniencia de dejar que el fuego contrario se consuma por sí solo. Sarkozy era un león frustrado sin pieza que devorar. Como el alacrán, tenía tantas ganas de soltar el veneno que podía hasta aguijonearse a sí mismo.

La derrota electoral lanza un mensaje de aviso a toda la clase dirigente que sigue remisa a considerar la crisis financiera como la más enorme crisis de credibilidad política en los últimos cincuenta años. La primera reacción del ciudadano dolido es cargarse al gobernante sin importarle el discurso, el escudo de su equipo, las promesas de enmienda o las mentiras dialécticas. Lo mandan a la reserva sin contemplaciones, destrozando carreras brillantes que no exhibieron fuerza suficiente para sobreponerse a las condiciones económicas. Pero los que toman el relevo tendrían que conocer la dimensión del descontento, la frágil credibilidad de su alternativa. Como hienas, los partidos ultra están esperando su bocado nacido del rencor, la superioridad y la búsqueda de culpables fáciles.

En España los partidos antipolíticos siempre han sido puestos en pie por políticos profesionales de larga carrera que se enfadaron con sus siglas. Aún no han llegado las alternativas extremas. Europa es un caldero de egos, que se ponen peligrosos en la frustración. Sarkozy seducía cuando anunciaba ser el reformista rabioso hasta del capitalismo. Subir la presión fiscal sobre los ciudadanos para ofrecerles menos servicios y protección genera desapego y atmósfera de traición. No escuchar es una opción, pero la sordera no funciona como escudo.

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