Tras el rastro del mayor fantasma de la ciencia española
El archivo inédito de un historiador fallecido resucita sus investigaciones sobre el viaje en mula del explorador Francisco Hernández por América en 1570
El médico español Francisco Hernández zarpó en 1570 de un viejo mundo que creía en criaturas fantásticas, como el unicornio y los monstruos marinos, y regresó siete años después con coloridos dibujos de seres más asombrosos todavía, que además existían: el armadillo, el guacamayo, el tucán. Hernández, nacido en La Puebla de Montalbán (Toledo) alrededor de 1515, había encabezado la primera expedición científica al Nuevo Mundo. Sus pinturas eran tan impresionantes que acabaron decorando los aposentos del rey Felipe II, pero to...
El médico español Francisco Hernández zarpó en 1570 de un viejo mundo que creía en criaturas fantásticas, como el unicornio y los monstruos marinos, y regresó siete años después con coloridos dibujos de seres más asombrosos todavía, que además existían: el armadillo, el guacamayo, el tucán. Hernández, nacido en La Puebla de Montalbán (Toledo) alrededor de 1515, había encabezado la primera expedición científica al Nuevo Mundo. Sus pinturas eran tan impresionantes que acabaron decorando los aposentos del rey Felipe II, pero todo aquello ardió en el incendio del Monasterio de El Escorial en 1671 o se perdió en el olvido, hasta que otro médico español, Germán Somolinos d’Ardois, arribó a México huyendo de la Guerra Civil en 1939 y se topó con el escurridizo rastro del primer explorador científico de América.
La filóloga Helena Rodríguez Somolinos recuerda que, a finales de 2022, abrió un armario y comenzó a cotillear las cajas heredadas de sus padres, ya fallecidos. Allí estaba el archivo de su tío Germán, que murió en Ciudad de México en 1973. Había manuscritos, fotografías, cartas, incluso mechones de pelo. Era un material inédito que permitía seguir los pasos de Germán Somolinos por México en el siglo XX, pero también los de Francisco Hernández casi 400 años antes. Eran dos historias entrelazadas. “Mi hermana Victoria y yo pasamos las Navidades completamente abducidas, fue increíble”, recuerda la sobrina, experta en griego clásico en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
Germán Somolinos, nacido en 1911 en Madrid, estudió Medicina en la capital y casi inmediatamente le pilló la Guerra Civil. Tenía 25 años y era militante de las Juventudes Socialistas. Ejerció de médico en la aviación republicana, se le incrustó metralla en la espalda, pasó por un campo de concentración en Francia y emprendió el camino del exilio a México, de donde no regresó jamás. Allí se obsesionó con la legendaria expedición científica de Francisco Hernández, de la que apenas quedaban huellas. Su sobrina muestra una carta mecanografiada enviada por Somolinos en 1948 a su familia madrileña: “Otro encargo: Francisco Hernández era de La Puebla de Montalbán y nació hacia 1520, ¿podrías encontrarme descripciones de ese pueblo lo más cercanas a la época?”.
La localidad toledana, en la orilla del Tajo, dominaba entonces un señorío castellano de olivos y cereales. Allí había nacido también el escritor Fernando de Rojas, autor en 1499 de La Celestina, una obra que muestra hechizos con veneno de víbora, ojos de loba y sangre de murciélago. En el pueblo nació también el poderoso cardenal Pedro Pacheco, que se quedó a tres votos de ser Papa en 1559 tras defender con virulencia, en el Concilio de Trento, la inmaculada concepción de la Virgen María. En ese ambiente de fe y superstición se crio Francisco Hernández.
Con unos 15 años, el toledano se fue a estudiar Medicina a la Universidad de Alcalá de Henares. Aprendió anatomía con el mejor libro —los cadáveres humanos diseccionados— y entró en la Corte en 1567, como médico de Felipe II. Dos años después, el rey le encomendó una misión sin precedentes: recorrer el Nuevo Mundo en mula para identificar todas las plantas medicinales. El monarca le ordenó que se embarcase en la primera flota que partiera con destino a América. “Os habéis de informar dondequiera que llegáredes de todos los médicos, cirujanos, herbolarios e indios e otras personas curiosas en esta facultad y que os pareciere podrán entender y saber algo”, dictaminó Felipe II.
Hernández zarpó de Sevilla en agosto de 1570 con destino a Nueva España, el actual México. La flota atracó en el puerto de Veracruz seis meses después. Durante seis años, Hernández recorrió el territorio acompañado por pintores locales, escribientes, muleros y hasta un cosmógrafo. El médico era más ambicioso que su rey. “No es nuestro propósito dar cuenta sólo de los medicamentos, sino reseñar la flora y componer la historia de las cosas naturales del Nuevo Mundo, poniendo ante los ojos de nuestros conterráneos, y principalmente de nuestro señor Felipe, todo lo que se produce en esta Nueva España”, escribió.
Un día de marzo de 1577, enfermo y fatigado a sus 62 años, Francisco Hernández emprendió el regreso, con los frutos de la primera expedición científica en América. Llevaba consigo casi 70 sacos con semillas y raíces, ocho barriles con hierbas medicinales y 22 tomos con manuscritos y las coloridas pinturas de plantas y de las extrañas criaturas del Nuevo Mundo. Germán Somolinos narró por primera vez la epopeya en su monumental Vida y obra de Francisco Hernández, publicada en 1960 por la Universidad Nacional Autónoma de México.
La familia de Somolinos ha donado su archivo al CSIC. El historiador Leoncio López-Ocón y sus colegas Teresa López e Irati Herrera llevan un año analizando los documentos. “Es un tesoro. Somolinos es uno de los grandes de la historia de la medicina, pero lo fundamental es lo que hizo con Francisco Hernández: es un monumento historiográfico. Es fascinante Somolinos y es fascinante Hernández”, celebra López-Ocón.
Teresa López, de 24 años, ha dedicado un erudito trabajo de fin de grado en Humanidades a las historias cruzadas de los dos médicos españoles en México. “Somolinos se retrató a sí mismo al relatar a Hernández”, opina. “La labor investigadora de Somolinos está motivada por un deseo de reconquistar el movimiento intelectual español del olvido y del fascismo que le empujó al exilio”, señala en su trabajo, para la Universidad Carlos III de Madrid.
Francisco Hernández recorrió el actual México con pintores locales, entre ellos, Pedro Vázquez, Antón y Baltasar Elías, a los que mencionó en su testamento para que fueran recompensados como merecían. Su idea era publicar su obra en latín, castellano y náhuatl, la lengua mayoritaria en el territorio. Somolinos destacó este mestizaje, “una amalgama cultural en la que los elementos indígenas se infiltran en la mentalidad dominadora modificándola en muchos aspectos”. A su juicio, “en la historia médica de la humanidad, tal vez sea la única ocasión en que se ha producido un fenómeno cultural de tanta trascendencia y sin posibilidades de repetirse”.
Hernández enriqueció la medicina mundial gracias a la descripción de las plantas medicinales del Nuevo Mundo, pero, cuando por fin cruzó el océano de vuelta, su trabajo fue maltratado. El rey Felipe II ya le había afeado su supuesta lentitud en recorrer América en mula. “Este Doctor ha prometido muchas veces enviar los libros de esta obra, y nunca lo ha cumplido: que los envíe en la primera flota a buen recaudo”, ordenó el monarca en 1575. Hernández, sorprendentemente, respondía dándole largas. Pedía más tiempo porque estaba experimentando las plantas con enfermos y traduciendo sus escritos al náhuatl, “por el provecho de los naturales”. Y se despedía diciendo: “Humilde vasallo y criado de Vuestra Majestad que sus Reales manos besa”.
A su regreso, Hernández y sus 22 tomos manuscritos de la Historia Natural de la Nueva España fueron menospreciados por el rey. Felipe II encargó a otro médico, el napolitano Nardo Antonio Recchi, que resumiera todo el material en una obra menos ambiciosa. Recchi amputó el original, prescindiendo del mestizaje de Hernández, y regresó con una copia de su manuscrito a Nápoles en 1589, dos años después de la muerte del toledano.
El historiador Juan Pimentel cuenta en su libro Fantasmas de la ciencia española (editorial Marcial Pons, 2020) que el mismísimo astrónomo Galileo Galilei pudo contemplar los dibujos hernandinos de las plantas del Nuevo Mundo, copiados una y otra vez en Italia: “Le debieron parecer tan extravagantes que puso en duda su propia existencia”. Muchos de los manuscritos de Hernández ardieron en El Escorial en 1671 o permanecen escondidos en algún archivo. Pimentel cree que es “el santo patrón de los fantasmas de la ciencia española”, porque “el destino de su colosal obra se esfumó”. Teresa López parafrasea a Pimentel: “Francisco Hernández es el mayor fantasma de la historia de la ciencia española”.
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