Hoja de ruta en Chile
Al Gobierno de izquierdas de Gabriel Boric le ha estallado en la cara la violencia social y la delincuencia
Quince puntos. Esto ha caído la aprobación del presidente Gabriel Boric desde que asumió el 11 de marzo pasado, en una inauguración pletórica en guiños a Salvador Allende. Es la caída más abrupta desde la recuperación de la democracia en 1990. Con 35% de aprobación, sin embargo, aún está parado en una meseta desde la cual puede ejercer su autoridad.
¿Qué explica semejante desplome? Hay factores coyunturales, pero lo central fue un error de diagnóstico: creer que bastaba un Gobierno de izquierdas nacido de las luchas sociales para atajar las tendencias disociativas que vienen aquejando a la sociedad chilena por décadas. Ni la juventud, ni la empatía ni el voluntarismo, lastimosamente, bastan como vacunas para este porfiado virus.
Un ejemplo es la violencia en el sur de Chile, desatada por grupos que reivindican la causa mapuche. La nueva ministra del Interior, Iskia Siches, una potente líder proveniente de la sociedad civil, imaginó que amparada en su carisma y disposición al diálogo podía iniciar de inmediato un acercamiento con los grupos rebeldes. Así, a horas de asumir se dirigió hacia una de las comunidades más conflictivas. No pudo llegar: fue detenida a balazos. A partir de entonces se ha producido un desborde de la violencia, con un vacío de poder que es llenado por el crimen organizado. Las principales víctimas, los choferes de camiones y los trabajadores forestales, respondieron con bloqueos de rutas para exigir mano dura al gobierno, lo que ha dislocado la vida cotidiana en amplias áreas del país.
Lo mismo ha sucedido con el orden público. Con un presidente de izquierdas y una Convención Constitucional también de izquierdas que redacta una nueva carta fundamental, se suponía que los motivos para la protesta se extinguirían. Las pinzas: siguen los disturbios por reclamos de cualquier orden, con escenas de extrema violencia por parte de estudiantes de secundaria y vendedores ambulantes (muchos inmigrantes) que protegen espacios públicos que han hecho suyos. La delincuencia común, entretanto, aprovecha la situación para actuar en forma cada vez más desembozada.
Al nuevo gobierno, en suma, le ha estallado en la cara la violencia social y la delincuencia, fenómenos que la izquierda y las nuevas generaciones tradicionalmente han minimizado y relativizado.
Las tendencias disociativas también se han expresado en la cúspide del Estado. Ejemplo de ello fue, semanas atrás, la discusión en la Cámara de Diputados de una moción que para paliar las mermas en las economías familiares autorizaba un nuevo retiro (el cuarto) de los fondos de pensiones individuales. La iniciativa, de dudosa constitucionalidad, fue apoyada por la mayoría de los parlamentarios, incluyendo a los oficialistas, a pesar que el gobierno usó toda su artillería para oponerse arguyendo su escasa eficacia y sus efectos inflacionarios. Cierto es que al final no prosperó, lo que obedeció a un tecnicismo legislativo y a una feliz combinación de astucia y azar.
El episodio en cuestión entregó dos señales contundentes. La primera, que los parlamentarios actúan como megáfono de las tendencias disociativas de la sociedad, no como un freno a ellas. La segunda que el gobierno, que carece de mayoría en el Congreso, no cuenta tampoco con la lealtad de las bancadas de los partidos que dicen apoyarlo. Lo que hay, entonces, es una fatiga de la gobernabilidad democrática que no depende del color político del gobierno de turno.
La Convención surgió luego de grave estallido social de fines de 2019 como respuesta a ese desgaste. Cuando se inauguró, en julio de 2021, con composición paritaria e incidente participación de los pueblos originarios, cundió la ilusión que ella podría efectivamente erigirse en una instancia de sanación y comunión. Estas esperanzas se han venido apagando, según lo indican los estudios de opinión indican, al punto que es probable que su propuesta sea rechazada en el plebiscito de salida programado para el próximo 4 de septiembre. Éste, por cierto, este otro factor que afecta fuertemente la adhesión al Presidente Boric, teniendo en cuenta que su llegada a La Moneda y el proceso constituyente son dos caras de una misma corriente histórica.
El descrédito de la Convención tiene en parte que ver con los contenidos. Formada mayoritariamente por activistas de izquierda provenientes de causas específicas (ambientalismo, feminismo, indigenismo), ésta ha tirado al baúl de los recuerdos los lenguajes, instituciones y equilibrios propios de la tradición constitucional. Su espíritu experimental generó inicialmente interés en la población, pero con el tiempo ésta ha comenzado a dar muestras de indigestión. La otra fuente de desprestigio han sido las conductas de los convencionales: las performances, cancelaciones y “funas” la presentan como una expresión exacerbada del espíritu de confrontación y división que, en un acto de fe, la ciudadanía le había dado el mandato de superar.
Como el gobierno, la Convención ha padecido de un error de diagnóstico, en su caso elevado al cubo. Encerrada en su cámara de eco no se ha dado cuenta de la brecha que hay entre el clima de opinión pública que le dio origen, cuando la izquierdización de Chile llegó a su peak (entre el estallido de 2019 y mayo de 2021), y lo que vino después, cuando aquel se movió a la derecha. Cabe recordar que el triunfador de la primera vuelta de las presidenciales, hace medio año, fue José Antonio Kast, el Le Pen chileno, y que la derecha mejoró ostensiblemente su representación en el congreso. Si Boric ganó el balotaje fue porque puso sordina a su discurso izquierdista.
“Las ideas que representamos han llegado a la cumbre”, declaró Marine Le Pen tras su reciente derrota ante Macron. Lo mismo pudo haber dicho Kast, quien perdió por un margen notablemente menor e impuso la agenda de orden y seguridad.
La pandemia, la inflación, la delincuencia, la inmigración en el norte, la violencia en el sur, mas los excesos de la Convención, hicieron brotar en la población una actitud conservadora movilizada por el miedo. La llegada de Boric a La Moneda, con todo su simbolismo, pareció revertir tal inclinación, pero era sólo un espejismo: bastó que se apagaran las celebraciones para que la ola conservadora recuperara su fuerza. La actual adhesión al gobierno y a la Convención, entonces, no son una anomalía pasajera; son un retorno a la realidad.
El Presidente Boric claramente ha tomado nota de la situación. Salió de su ostracismo, planeado para permitir el protagonismo de su equipo de ministros, para hablar fuerte y claro y situarse au-dessus de la mêlé. Llamó a sus adherentes en la Convención a converger en una propuesta que no polarice al país. Notificó que el gobierno como tal no tomará partido en el plebiscito de salida y que prepara opciones ante el eventual triunfo del Rechazo. Anunció fórmulas que podrían permitir el retorno de los militares a la protección de rutas y carreteras en el sur. Advirtió que buscará un acuerdo nacional para combatir la delincuencia y reponer el orden público. Puso en marcha diálogos para buscar acuerdos amplios sobre dos de sus mayores reformas, la tributaria y la de pensiones, anunciando su disposición a hacer concesiones significativas, a sabiendas que con el respaldo que le ofrecen en el Congreso dos coaliciones minoritarias, heterogéneas y díscolas, no puede ir muy lejos.
“Hemos despegado con turbulencias”, señaló Boric en tono autocrítico al cumplir los primeros 30 días en La Moneda. Esto le impulsó a tomar en sus manos el timón de la nave, adoptando una estampa bonapartista que lo sitúa por encima de las fuerzas que lo colocaron en el poder y que lo identifican con la protección de la población y la continuidad del Estado. Quizás no hay un cambio de destino, pero sí un ajuste de ruta.
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