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LA CRÓNICA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Comerse el Lluçanès

Cada uno de los 13 pueblos de la comarca merece una parada porque hay una fonda con un plato particular para degustar

Ramon Besa
Isaac Monzó, en la cocina de Cal Trumfo.
Isaac Monzó, en la cocina de Cal Trumfo.albert alemany

Quizá porque de joven ayudé en el campo y cuidaba de la pocilga, de mayor soy un adicto a las patates amb pela [patatas con piel] o patates amb peloia, un plato que me reconcilia con la familia y con el Lluçanès. Aunque es una comida común y asequible, solamente sé de un sitio en que la sirven de vez en cuando y solo como las preparaba mi abuela: Cal Penyora, en Santa Eulàlia de Puigoriol, cerca de Lluçà. Hay que hervir las patatas enteras para que cojan el sabor terroso de la piel, después se pelan y cortan a dados, más tarde se pasan por la sartén —sin freir—, se añaden unos torreznos de panceta — cansalada— y se acompañan con un trozo de butifarra negra. La receta la cuenta Ramon Erra, hijo de Cal Penyora y novelista reconocido, maestro en el Ateneu, cronista por excelencia del Lluçanès.

Un menú austero del que disfruto porque mezcla la tierra con el cerdo, mi vida en Perafita, el pueblo que centra una comarca dura y vigorosa, reconocible por su belleza serena, diferente a cuantas la rodean, descuartizada administrativa y políticamente, cansada de vivir en una sala de espera gestionada por un consorcio, todavía ignorada en el mapa de Cataluña. La personalidad de un territorio no se expresa necesariamente a través de la cartografía sino que puede ser incluso más reconocible por su gastronomía, y más si se trata del Lluçanès. Asegura Erra que en consonancia con el país su cocina huye de la sofisticación como de la peste y potencia el sabor y el aroma natural de los productos que siempre acompañaron a su gente.

Acaso el sofrito y a menudo la picada, o si se quieren, por particulares, las hierbas y las plantas aromáticas se prefieren a las salsas y al picante, porque la carne y las verduras solo exigen una buena brasa o un estofado en su punto, nada de condimentos que alteren un sabor particular por el tipo de pastos y de huertos que se alternan en los 13 pueblos que componen el Lluçanès.Hay tantas localidades como fondas, la mayoría populares (Alpens y Cal Pensiró) y alguna sobresaliente como el Collet de Sant Agustí. Aquí hay que ir a menudo para pedir tres platos únicos después de devorar su tabla de embutidos: la sopa torrada amb fredelucs, los garbanzos con cansalada y los canelones envueltos en hoja de col.

Las hortalizas son muy agradecidas y la col resiste bien el frío mientras se llena la despensa después de la matanza y se enriquece con las mermeladas, la miel y el surtido de quesos. Hay pocos lugares más sabios para tratar el cerdo, el cordero difícilmente sabe a lana y el pan todavía es pan porque la artesanía y la cocina tradicional se impone en mesas como las dispuestas en Cal Penyora o el Collet.

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Las aves de corral, el pato y la oca, la cocina de cazuela se sitúa sobre todo en Ca la Cinta de L’Alou y para la caza, la trufa y la bodega más exigente hay que pedir reserva en la Fonda Sala de Olost, la joya de la corona, distinguido desde 1992 con una estrella Michelin. La liebre a laroyale o la becada simbolizan alguno de sus plats signature, expresión que evoca Pep Palau, director del Fòrum Gastronòmic. Una de las últimas decisiones tomadas por el jurado que preside Palau fue designar a Isaac Monzó finalista al premio Cuiner 2019. La bendición del crítico certificó la calidad de Monzó y el triunfo de Cal Trumfo, el restaurante que dirige en La Torre d’Oristà. “Hablamos de la versión moderna de las fondas de toda la vida y por tanto de la cocina de siempre bien hecha”, argumenta Palau.

Monzó no nació en una vieja masía en la que se sirven comidas ni aprendió de la familia sino que se inició en restaurantes de mar y montaña y cocinas como la del Neichel, trabajó en la Fábrica Moritz, siguió los consejos de Jordi Vilà y no llegó al Lluçanès hasta el 2000. La estancia en Els Casals, Cal Quico, La Primitiva y El Lluçanès de Prats, así como la docencia en l’Escola d’Hosteleria d’Osona, le animaron a levantar hace dos años Cal Trumfo.

No paró hasta saber qué se comía en las distintas fondas, descubrir el tejido artesanal, intimar con los payeses e identificar el origen de los productos de temporada para poner el nombre de cada proveedor en una carta que se actualiza de acuerdo al criterio de un cocinero profesional nacido en el barrio barcelonés de La Sagrera. El oficio, y el dominio de la técnica, marcan la diferencia a partir de una materia prima común: el Lluçanès. Ha metabolizado los menús de la zona como si se hubiera criado en La Torre. Cal Trumfo es el bar del pueblo y de cuantos están de paso —-ciclistas, cazadores y buscadores de setas— y el restaurante de trabajadores y visitantes que piden comer bien, algunos convocados por citas tan sorprendentes como una tertulia de fútbol, una de lingüistas o una cena fin de año al estilo de los años veinte.

Figuras como Sergi Pàmies, Jordi Évole, Raül Llimós, o Juanjo Pallàs y Rudolf Ortega —ambos amigos del alma de Isaac— son clientes de Cal Trumfo. Ortega, lingüista y corrector —mi ángel de la guarda con Ariadna Pous, editora y traductora—, es quien puso el nombre después de precisar que la palabra trumfo se puede referir también a un palo de las cartas, a una persona que sobresale en alguna habilidad, al buen humor o a la denominación de patata en el Lluçanès. Y la compañera de Pallàs, Sofia Gidlööf, dueña de una exquisita tienda en el Born, es la decoradora que convirtió una nave industrial perdida en un polígono a pie de carretera, camino de ningún sitio en particular y de muchos en general, zona de paso domiciliada en la Torre, municipio de Oristà, en un local con un inconfundible aire nórdico, austero y agradable, amplio y sin reservados, abierto a todo rico o pobre que quiera comerse el Lluçanès.

El mérito de Isaac es gigantesco porque ha popularizado su restaurante desde el anonimato, sin patrocinadores ni promotores, ignorado por la ciudad y expuesto a la indiferencia de los pueblos, que siempre fueron recelosos con los foráneos que se ganan la vida con negocios considerados de supervivencia, al final elogiado e integrado en la comarca, protagonista de críticas excelentes como la de Cinc a Taula en La Vanguardia. Aunque la cua de bou, el pulpo a la brasa y los huevos con sobrasada son tan famosos como los pies de cerdo, hay un manjar único: les croquetes de ceps —es difícil encontrar un rebozado crujiente y disfrutar del aroma y textura de las setas.

Cal Trumfo no es fonda de un plato, ni un restaurante abonado a la pedantería o a la nostalgia, sino que su gastronomía resume una cocina cuidada, tradicional y sencilla, expresión del Lluçanès. Humilde, bondadoso y honesto, Isaac Monzó llega al estómago y al corazón porque huye de la sofisticación y de la impostura, de cualquier pretensión, consciente quizá de que por su fidelidad a la tierra su suerte depende de un futuro tan incierto y al tiempo tan esperanzador como el que le aguarda al Lluçanès.

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Sobre la firma

Ramon Besa
Redactor jefe de deportes en Barcelona. Licenciado en periodismo, doctor honoris causa por la Universitat de Vic y profesor de Blanquerna. Colaborador de la Cadena Ser y de Catalunya Ràdio. Anteriormente trabajó en El 9 Nou y el diari Avui. Medalla de bronce al mérito deportivo junto con José Sámano en 2013. Premio Vázquez Montalbán.

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