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El cantautor sentimental de la ‘generación Z’

Pablo Moreno, protegido del productor de Vetusta Morla, muestra en la Galileo Galilei su sinceridad descarnada cada vez que se sienta al piano

Pablo Moreno, en una imagen promocional.
Pablo Moreno, en una imagen promocional.

Pablo Moreno, un chico locuaz y agraciado que hace honor a su apellido, cumplió en verano 23 añitos, pero le ha dado tiempo a tantas cosas que cualquiera le atribuiría un porrón de primaveras más. Empezó a recibir clases de piano en el conservatorio de su Puertollano natal a los siete años, escribió sus primeras canciones de puño y letra con 11, se atrevió a cantarlas en público a los 12; ganó todos los concursos manchegos de canción de autor entre los 15 y los 16, el mismo año llegó a la final nacional de cantautores de Burgos, y con 17, aún sin edad de ir a votar, se convirtió en un nombre recurrente en la programación del Libertad 8.

Y todo ello, mientras mostraba maneras prometedoras como interior zurdo en el equipo de fútbol del barrio (“¡no me hagas decir de qué equipo soy, que algunos se me enfadarán!”) y disputaba el Campeonato de España con el Balonmano Ciudad de Puertollano, ahí es nada. Ahora este deporte lo ha tenido que orillar, porque las manos del artista corrían peligro y el piano le espera hoy en el escenario de la sala Galileo Galilei para dar a conocer su primer EP, La fiesta del vivir. Un debut que asoma con hechuras bien prometedoras: lo ha grabado junto a Manuel Colmenero, el productor de los tres primeros discos de Vetusta Morla, y con músicos como el ubicuo Adrián Seijas a la batería.

¿Habrá algo que haga mal Pablo Moreno, tan despierto, sensible, fotogénico y precoz? ¿Cuál será el punto débil de un muchacho que desprende ese desparpajo, que seduce a oyentes y objetivos fotográficos según irrumpe en escena? “Mi principal problema es que me cuesta vivir”, anuncia entre risas, pero con la honestidad de quien habla muy en serio. “Todos tenemos nuestros debates internos y llegamos a sentirnos solos”. Una de las primeras canciones preadolescentes que escribió y aún recuerda, Mi batalla, relataba “las eternas luchas del ser humano, el miedo a fallar, la necesidad de mirar más allá”. Admite que esa espiritualidad sigue acompañándole, pero vuelve a carcajearse para apostillar: “Aún me pregunto cómo mis padres, después de escuchar aquellos versos, no me llevaron al psicólogo...”.

Ah, el alma de artista. A Moreno se le nota a la legua, así hable de fútbol o de la importancia de contar en Madrid con un supermercado cerca de casa “para no acabar comiendo demasiadas ensaladas de bote”. Teórico integrante de la llamada generación Z, se siente poco representado en ese arquetipo del jovencito individualista, enclaustrado en la habitación y abducido por las nuevas tecnologías. “De chavalín ya pasaba mucho tiempo en el conservatorio, pero me gustaba leer, escuchar música a todas horas y jugar en la calle. Siempre he sido de tener amigos”.

En su piso de alquiler en Laguna, de hecho, comparte gastos y techo con tres colegas de los años de parvulitos: un crítico cinematográfico en ciernes, un ingeniero y un entrenador personal. Los adora, pero no tanto como a su hermano dos años mayor, Josué, al que retrató también de niño en la canción Mi héroe y junto al que se morderá las uñas este domingo en las gradas del Metropolitano durante el Atlético-Barça. “Tienes que conocerle. Es un crack. Estudió Ingeniería Industrial, pero acabó consiguiendo una beca para estudiar Filosofía y Teología en Oxford. Si viviéramos en el Renacimiento, le tendríamos por un sabio”.

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En comparación con un ídolo de estas dimensiones, él se conforma, como le dice su madre, con ser “un chico resultón”. Un compositor hábil que siempre admiró la sinceridad a pecho descubierto de Antonio Vega y la hondura en la garganta de Camarón, pero también a Freddie Mercury o las baladas al piano de Phil Collins. Y que incluso asume el reto de autorretratarse de manera poco indulgente en El idiota, una pieza tan descarnada que mamá le sugirió, nada más conocerla: “Hijo, tampoco hace falta que te expongas tanto...”. Él, por una vez, la desoyó. “Me debo a mi forma de contar las cosas. Este es mi trabajo, mi vida”. Y por ella lucha a diario, impartiendo clases de lunes a miércoles en una academia de Arroyomolinos para afrontar los gastos de la gran ciudad y consiguiendo que Buenos días, Madrid, el espacio matutino de Telemadrid, le contratase toda la temporada pasada para actuar en directo desde las plazas de los pueblos de la región.

Todo un máster acelerado en telegenia y habilidades sociales. “Aprendí mucho, sobre todo a reaccionar ante los imprevistos y no tenerle miedo a la cámara”. Ahora ya no contempla ningún plan B. O música, o música. “Si no consiguiera asentarme como solista, intentaré ganarme la vida escribiendo para otros o componiendo bandas sonoras, que no se me daban mal en los cursos superiores del conservatorio”, confiesa. Pero siempre con un piano cerca y los sentimientos a flor de piel. “Una buena canción consiste en contarle a desconocidos algo que para ti es muy importante. Puedes sentirte desnudo, pero hay que hacerlo”

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