Espejos rotos
Incapaces de reconocer los errores, los dirigentes todavía rupturistas disfrazan su patética impotencia con una arrogancia amenazadora y una gestualidad que aún se pretende revolucionaria
Cuesta destruir las tradiciones seculares. También en el terreno de la política. Se puede ver claramente con el caso del catalanismo, reformista, adaptativo, pragmático, gradualista, profundamente comprometido con la democracia española y con la unidad europea a lo largo de toda su historia. Su ruptura es laberíntica y desconcertante, estéril y fatigante hasta la extenuación, inútil, imposible.
Quienes la conducen o pretendían conducirla han buscado la piedra filosofal o el modelo salvífico, con tanta terquedad como desacierto, ya sea en países -—Québec y Escocia primero, Kosovo después—, ya en personajes históricos —Gandhi, Luther King, Mandela—, ya en falsas hojas de ruta de inspiración dudosa, que han tenido que ir cambiando y corrigiendo. Aunque sienten la convicción íntima —sentimiento tan prescindible como peligroso— de la excepcionalidad catalana, que exige el recurso a un modelo único e irrepetible, el catalán, arriesgando así todo a una sola carta acreditativa, los hechos: y por tanto, el éxito o el fracaso.
Ahora ya todo está claro, aunque quepa una resistencia infinita en el reconocimiento del error por parte de quienes más han invertido en la creencia y sobre todo en su expresión y compromiso públicos. Queda aún, como santuario de la autenticidad del movimiento, el recurso a la excepcionalidad de las movilizaciones anuales del once de septiembre y la esforzada construcción del mito inalcanzable del 1 de octubre. Con el inconveniente, cada vez más desconcertante para los que han participado, de su carácter estrictamente local e incomunicable: el mundo no miraba, la historia pasaba de largo, la imposible internacionalización no era más que la cara diplomática de la más absoluta indiferencia respecto a una causa encapsulada en la política doméstica.
Los que más han invertido en la reflexión y en la revisión autocrítica -—que son pocos, todo hay que decirlo-— han tropezado con una debilidad sobrevenida del movimiento. Todo parecía perfectamente estudiado pero, a la vista de los resultados y de la evolución del mundo, se ha detectado un fallo capital en la ausencia de un sistema de presión permanente y progresiva que condujera al menos a una mesa de negociación. El sistema de movilización en fechas significativas, las altísimas apuestas plebiscitarias, las piruetas parlamentarias ajenas a toda legalidad y la huida hacia delante final, con una proclamación unilateral sin salida, han conseguido lo contrario de lo que buscaban: fortalecer las resistencias y las defensas del adversario, crear anticuerpos dentro y fuera de Cataluña, y obligar, al final, a defender el autogobierno realmente existente por encima de todo, una vez perdida irremisiblemente la independencia.
El proceso parecía vanguardista, y así lo creían sus dirigentes, y bien lo era en cuestiones como el uso de las redes sociales, pero ahora resulta, a la vista del panorama mundial, que ha fallado precisamente allí donde otros movimientos están mostrando su fortaleza. El nuevo grial que algunos pretenden es el de una movilización popular continua, persistente, que no piensa dar reposo al poder al que se enfrenta hasta conseguir alguno de sus objetivos. Esto es lo que hemos visto en el último año, con resultados ya tangibles en ambos casos, como son Sudán y Argelia, donde las movilizaciones populares continuas, semanales de hecho, han llevado a la caída de sus dictadores y a la apertura de una transición en el primer caso y a una etapa aún incierta en el segundo. También lo hemos visto en Francia, con los chalecos amarillos, incansables impugnadores del poder político que ya han conseguido convertirse en actores inevitables incluso de las elecciones. Y lo estamos viendo en Hong Kong, en un combate aún más desproporcionado entre una superpotencia autoritaria y un movimiento sin dirigentes pero de una admirable resiliencia.
He aquí, pues, lo que le ha faltado al proceso, demasiado aburguesado y acomodaticio, acostumbrado al acomodado matrimonio con las instituciones autonómicas, sus presupuestos y sus partidos y cargos, poco dispuestos todos ellos a convertir el verbalismo radicalmente rupturista en una escalada de confrontación persistente como la que estamos viendo en otros movimientos. Y ahora los espejos ya no sirven: los antiguos ya se han roto y los nuevos llegan demasiado tarde, cuando ya no quedan fuerzas para repetir la jugada.
Queda el margen de incertidumbre que pueda generar la sentencia del Supremo. No hace falta ser un observador muy agudo de la política internacional para comprender que el caso dará poco de sí, sobre todo en el marco de inestabilidad mundial actual, cuando una superpotencia emergente como India acaba de comerse lo que quedaba de la soberanía de Cachemira sin ni una sola exclamación significativa, casi peor de lo que sucedió con la anexión rusa de Crimea y quién sabe si de un nivel similar al que pueda provocar en la opinión internacional una cada vez más probable intervención militar china en Hong Kong.
El verbalismo de la unilateralidad y de “lo volveremos a hacer” es lo que sustituye a la presión continua y creciente que necesitaba el movimiento, una presión que nunca consiguió y que nunca podrá obtener, sobre todo con la actual división interna y con el rearme de la opinión anti independentista catalana y española en general. Incapaces de reconocer los errores y la vía muerta en que se han ido situando, los dirigentes todavía rupturistas disfrazan su patética impotencia y la creciente irrelevancia política de las instituciones que gobiernan con una arrogancia amenazadora y una gestualidad que aún se pretende revolucionaria, con lo que ahora ya solo se hacen daño a sí mismos, aunque, lo que es peor, también siguen dañando al país al que dicen servir.
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