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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Inseguridad y emocionalismo en Barcelona

¿Hasta qué punto tiene credibilidad un político que llora cuando le ocurre lo que en realidad está pasando desde hace años en una parte de Cataluña que ha decidido destruir el sistema?

Manifestantes protestan durante la investidura de Ada Colau.
Manifestantes protestan durante la investidura de Ada Colau. Zumapress

En la Barcelona de ahora mismo se suman dos emocionalismos, el de la franja más candorosa del independentismo y el del buenismo antisistema de Ada Colau. Ambos generan inseguridad, al tiempo que narcopisos, top manta, la delincuencia sin papeles, menas sin control, pérdida de inversiones, tantos factores contribuyen a la inseguridad en zonas de Barcelona. Como ocurre con la inflación, los primeros afectados por la inseguridad ciudadana son los barrios habitados por los sectores sociales con menor capacidad adquisitiva. Al contrario de la premisa buenista de Ada Colau, la crisis de autoridad no es una psicosis de clase alta, sino una angustia de las clases con menos ingresos. Por eso lo progresista sería ejercer la autoridad legítima para que —por ejemplo— las gentes del Raval o de la Barceloneta no se sientan desamparadas.

El emocionalismo secesionista también afecta a la seguridad, al fundamentar su acción callejera en la falacia de que el pueblo está por encima de la ley. Ocurrió en la toma de posesión del Ayuntamiento de Barcelona. Al cruzar el nuevo ayuntamiento la plaza de Sant Jaume para ir a saludar al presidente de la Generalitat, el independentismo radical que daba por hecho que el alcalde sería el republicano Ernest Maragall organizó un escrache muy agresivo contra Ada Colau por haber pactado con el PSC aceptando los votos que le ofrecía Manuel Valls sin contraprestación. La protesta ciudadana tiene sus justificaciones y sus derechos pero aquello fue un acto intenso de agitprop, impropio de la ciudad de los prodigios. Fue una erupción de masa incivilizada contra concejales elegidos por la ciudadanía de Barcelona. Quizás sea aún más grave que circunstancias de esta naturaleza no generen una reacción ciudadana explícita. Todo vale, todo es relativo, nadie es responsable.

El día después, la alcaldesa electa va a la radio y rompe a llorar cuando recuerda lo que debiera haber sido una jornada gloriosa de proclamación de un nuevo ayuntamiento. Tiene todo el derecho de expresar sus sentimientos pero es como si creyera que a ella estas cosas no pueden ocurrirle. Pero lo cierto es que, para todo gobernante, estos momentos intolerables entran en la paga. ¿Cuánta gente estaba en la plaza? ¿Quién los había convocado? ¿En nombre de qué? Para una alcaldesa que representa por definición a toda la ciudad, las protestas tan acotadas, por insultantes que sean, son algo así como el pan de cada día. Pero uno comienza coqueteando con el derecho a decidir y acaba siendo vituperado, y casi zarandeado, por activistas deseosos de que el alcalde Ernest Maragall proclamase la república catalana independiente desde el balcón del Ayuntamiento. Esas cosas solo sorprenden a quienes, como Ada Colau, creen ser el azote de los privilegiados, no saben decir "no" en nombre de la ley y pretenden que toda la gente les quiera. Sobre estos imposibles se ha construido el primer mandato de Ada Colau, desastroso en tantos aspectos. Sus damnificados tienen más derecho a llorar.

Ciertamente, fue un momento duro. Decía Colau: "Me han llamado traidora, botifler,puta, de todo, en la plaza de Sant Jaume". Le ha pasado a la fiscal jefe y a Inés Arrimadas. Cosas parecidas llama la CUP a sus enemigos. Ese es el lenguaje de los CDR que Quim Torra alentaba a echarle una mano para resistirse al Estado de Derecho. ¿Hasta qué punto tiene credibilidad un político que llora cuando le ocurre lo que en realidad está pasando desde hace años en una parte de Cataluña que se siente desconectada de España o que ha decidido destruir el sistema? Una posible conclusión es que no se puede gobernar ni con emocionalismo ni con talante buenista. Se gobierna, según la ley, para el bien común de una ciudad por naturaleza conflictiva y de una heterogeneidad cada vez más difícil de cohesionar. Eso es la política real.

Entre otras cosas, consiste en calcular de antemano lo que va a ocurrir en la plaza de Sant Jaume, previendo los cordones de seguridad necesarios y dejando las reacciones emocionalistas en un cajón porque de lo que se trata es de gobernar. El poner de nuevo el lazo amarillo en la fachada del consistorio, ¿estaba decidido con antelación o era una manera —por lo demás ingenua— de decirle a la turba que en el fondo el derecho a decidir, no por ser una entelequia, deja de ser prioritario? Desde luego, eso no va a contribuir a una Barcelona más segura.

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