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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ciudades, ciudadanía

El municipalismo del cambio está también llamado, ahora, en este 2019, a fortalecer sus posiciones y transformarse, una vez más, en motor democrático, en constructor de ciudadanía

Paola Lo Cascio
Dos religiosas en el momento de depositar el voto en su colegio electoral.
Dos religiosas en el momento de depositar el voto en su colegio electoral.efe / jt

Uno de los debates que ha travesado y traviesa la historiografía de la Transición —y que en paralelo, especialmente en los últimos años ha protagonizado de manera insistente también el debate público—, es hasta qué punto ese proceso significó una continuidad o bien una ruptura.

Que el debate haya ocupado el espacio público en los últimos años parece del todo comprensible. Los estragos de la crisis económica y las respuestas austeritarias que le dio la política tradicional han puesto en peligro el más preciado de los consensos de lo que se puede definir el sistema del 78, que no es otro que el bienestar social y económico de las grandes mayorías sociales. Más allá de cualquier otra consideración, ésta parece ser la llave de bóveda que puede explicar el terremoto político de los últimos años, que inevitablemente ha llevado también a un debate crítico sobre los fundamentos de aquel sistema. En este sentido la discusión pública ha sido rica pero muchas veces demasiado polarizada: se ha disparado una lectura exageradamente negativa de aquel sistema, y a la vez se han reforzado las posiciones de quienes, desde el inmovilismo, lo han sacralizado.

Y probablemente sea aquí en donde el debate historiográfico pueda resultar útil. Sin ninguna pretensión de ser exhaustiva, vale la pena recordar como las primeras interpretaciones del proceso transitivo partían de un paradigma muy centrado en los grandes actores políticos de aquel momento. Mientras se glorificaba lo modélico de aquel proceso (con un sesgo claramente influenciado por las necesidades de consolidación del sistema y, también, por las visiones politológicas), se resaltaba como, casi sin aparente conflicto, se había pasado de una dictadura terrible a una democracia plena.

Ya hace tiempo, por suerte, el crecimiento y la consolidación de la investigación historiográfica (de académicos y académicas consagradas, pero también de profesionales jóvenes demasiadas veces obligados a trabajar en condiciones muy precarias) ha roto aquel paradigma tradicional. Desplazar la atención desde únicamente las grandes negociaciones políticas hacia el papel de los movimientos sociales, de los intelectuales, de las actitudes colectivas, del papel del contexto internacional, ha ayudado mucho a ofrecernos una visión mucho más diversa, lejana de ciertas dicotomías (¿continuidad o ruptura?, sin más) que resultan poco efectivas, porque en el fondo sirven más para cavar trincheras aptas para el combate dialéctico, que para esclarecer los procesos del pasado.

En este sentido, en los últimos años, se ha profundizado en el papel que tuvo la dimensión municipal como ámbito privilegiado de un cambio —y, por lo tanto, de una ruptura—, profunda con respecto a la dictadura. Ciertamente no se trata de una circunstancia generalizable a todo el territorio: hubo municipios en los cuales las inercias del pasado (en muchos casos con los mismos actores procedentes de la dictadura como protagonistas) siguieron vigentes, pero no hay dudas que, especialmente en las grandes ciudades (pero también en las medias y en los pueblos) la llegada de la democracia a los municipios hace ahora justo 40 años, fue decididamente más allá del simple hecho de que la gente pudiera escoger sus representantes en los consistorios. Significó —con toda la fuerza que otorga la proximidad de la política local— una revolución copernicana en la relación entre lo individual, lo social y lo colectivo.

Cada escuela pública municipal, cada biblioteca, cada equipamiento deportivo, cada nuevo acceso al transporte, cada remodelación del espacio público para que fuera más humano y habitable, cada creación de servicios sociales —también cada cambio en la toponimia, ya que fueron los municipios quienes primero revertieron la dimensión simbólica de la dictadura—, cada cooperativa municipal de vivienda, cada proceso de participación, significaron un peldaño insustituible en la construcción democrática del país. Fueron los municipios quienes en muchísimos casos hicieron que cada vez más personas pasaran a ser ciudadanos y ciudadanas, en la medida en que se concretaban sus derechos a la vivienda, al transporte, a la salud, o la educación.

Quizás por ello, cuando 40 años después el sistema empezó a dar señales de desequilibrio y de crisis, fueron las ciudades y los pueblos quienes primeros reaccionaron, en el sentido de recuperar las Instituciones para una ciudadanía que veía cada vez más lejana y hostil la política. Fue en los pueblos y en las ciudades, a partir de 2015, en donde más fuertes fueron los impulsos para desterrar las malas prácticas, recuperar derechos, ampliarlos e imaginarnos maneras más inclusivas, innovadoras y humanas de concebir la política. Esto fue y es el municipalismo del cambio, que ahora, en 2019 está llamado a fortalecer sus posiciones y transformarse, una vez más, en motor democrático, en constructor de ciudadanía.

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