“Soy Madrid porque nací en Cádiz”: Lee íntegro el pregón de Elvira Lindo en las fiestas de San Isidro 2019
La escritora gaditana anunciará este año al público el comienzo de los festejos por el patrón de Madrid
La escritora gaditana Elvira Lindo, de 57 años, es la persona elegida por el Ayuntamiento de Madrid para leer el pregón de las fiestas de San Isidro de 2019. Lindo se afincó en Madrid junto a su familia cuando tenía 12 años. Desde entonces, ha desarrollado en la capital la mayor parte de su trabajo, donde estudió Periodismo en la Universidad Complutense. Se pateó las calles madrileñas en 1981, momento en el que empezó a trabajar en Radio Nacional de España (RNE). En 1998 ingresó como redactora en la plantilla de EL PAÍS, en la sección de local. Es autora de más de 15 libros, entre ellos, Manolito gafotas, que le catapultó en 1994.
Lea a continuación el discurso:
No busco Madrid porque Madrid va siempre conmigo. Soy su esencia, soy Madrid. Soy Madrid porque, como decía Galdós, el madrileño, la madrileña, es fruto de andaluz y aragonesa, o viceversa, y con eso quería decir que Madrid asume sin trauma que sus ciudadanos hayamos nacido en cualquier lugar de España o del mundo. Soy Madrid porque nací en Cádiz.
Soy Madrid porque jamás vi a mis padres perdidos o desarraigados, jamás acomplejados por llegar de fuera. Ellos, de inmediato, fueron madrileños. Lo eran porque la mayoría de nuestros vecinos venían de Extremadura, de Andalucía, de Castilla, de Aragón, ¿quién habría entonces de sentirse pueblerino o provinciano? Los abuelos y las abuelas de mi barrio atestiguaban con su presencia que casi todo el mundo tenía un pueblo esperando para los días de verano, y eso de tener un pueblo te daba una categoría, pero tras un año de vivir en esta ciudad, Madrid te había puesto el sello y ya no había forma de eludir su influjo.
Y no es que te hubieras hecho de Madrid, es que ya eras Madrid, y te movías por los descampados y jugabas en los parques pelados de árboles con el mismo orgullo que si se tratara de un territorio histórico, adoptabas el acento del barrio imitando a los otros niños y cuando volvías al pueblo por vacaciones te dabas cuenta de que eras madrileña porque así te nombraban: “la de Madrid”.
Soy Madrid desde que llegara en 1973 a un piso del barrio de Moratalaz. Al piso que compraron mis padres con el dinero que les tocó en la lotería del Niño justo cuando yo nací. Desde la terraza de ese piso pagado con un dinero caído del cielo se contemplaba la ciudad como desde una atalaya. Mi padre enseñaba aquel tesoro nuestro a las visitas. Era, decía, como si nos hubiera tocado de nuevo la lotería. Salía a la terraza y alzaba los dos brazos señalando aquella vista espléndida, que debía con toda justicia añadirse a nuestra enciclopedia de las Siete Maravillas del Mundo: ¡Madrid, Madrid! Y sí, ahí estaba, más allá de los descampados que recorrían la carretera de Valencia se intuía tras la bruma una vida urbana incesante, que poco tenía que ver con la monotonía de nuestro barrio solo alterada por los juegos de los niños.
Nosotros llamábamos Madrid a los edificios que quedaban más allá de la M-30. Y la visitábamos en contadas ocasiones, para ver la iluminación de Navidad o para comprar el equipo de ropa para el verano. Madrid era para nosotros el lugar donde comprábamos algo especial y donde merendábamos luego en esas cafeterías modernas y peliculeras que fueron desaparecieron de la Gran Vía para dejar espacio a las franquicias.
Pero yo, en aquellos años de niñez, nunca echaba de menos aquel Madrid histórico y central. Me gustaba que me pasearan por allí como a la niña a la que llevan al parque de atracciones, pero luego disfrutaba de un placer muy íntimo al volver a la seguridad de mi barrio, que yo sentía como un pueblo en el que podía perderme sin sentirme perdida. Un barrio es, para un niño, el centro del mundo.
Para mí lo era: yo tenía mi colegio, al cual los chiquillos como una bandada de pájaros; la panadería, a la que nos lanzábamos en tromba a la salida; la biblioteca pública, que hizo tantos niños lectores, y el mítico cine Moratalaz, al que acudíamos los niños del barrio en aluvión los viernes por la tarde, a la sesión doble infantil, sin madres que nos protegieran ni maestras que nos pastorearan.
Y, por supuesto, el polideportivo, donde pasábamos gran parte del verano, torrándonos, porque no había ni un árbol, y sorteando dignamente a los macarras que celebraban con escándalo y burricie el paso de las chicas camino del agua.
Tuvimos la suerte de gozar de una libertad que ahora parece de otro siglo. Es de otro siglo. Hablo de mi infancia y de mi barrio porque ese fue mi bautismo como madrileña, y la mirada que tengo sobre esta ciudad estuvo y estará siempre condicionada por ese inicio periférico. Incluso en la concepción que tengo de la belleza aún persiste hoy aquella visión mía infantil del barrio, en la que no cabía distinguir entre lo bonito y lo feo, porque por encima estaba lo habitable, lo reconocible como territorio propio, lo familiar, lo seguro. Y este cielo de Madrid que todo lo iluminaba y lo embellecía.
En cada ciudad del mundo que he visitado he reconocido un barrio que era como aquel Moratalaz de mi infancia. En Queens, por ejemplo. Pensaba que yo podía haber sido una niña de Queens o del viejo Brooklyn y mirar al Manhattan del otro lado del río como un lugar remoto que algún día habría de conquistar. Yo miraba Madrid desde el otro lado de la M-30, que es menos bella que el río Hudson o que el East River, pero no hay duda de que la calidad de los deseos de los que miran al sky line de su ciudad queriendo conquistarla es la misma.
¿Qué sería de las ciudades si no hubiera ese anhelo de conquista de los periféricos? ¿Qué sería de la literatura si nos faltara la visión de aquellos que llegaron desde lejos para buscar aquí su lugar en el mundo? Los barrios de la periferia que abraza Madrid estaban poblados en ese otro siglo en el que transcurrió mi infancia de manchegos, castellanos, andaluces, extremeños; hoy también, pero el color se ha hecho más vivo, y los pueblan gentes de Ecuador, de Marruecos, de Guinea, Senegal, Colombia o China.
Madrid tiene la facultad de acostumbrarse rápido, por mucho que haya discursos catastrofistas, a estas corrientes demográficas, y se comporta como una ciudad flexible, abierta al cambio, sobre todo en sus barrios populares. Son esos barrios de clase trabajadora los que tradicionalmente han albergado a los recién llegados. Los que acusan el choque cultural y los que integran. Es ahí donde sigue produciéndose el primer examen de convivencia, porque mientras el turista pasea por el centro histórico de paso, quien llega a un barrio lo hace con el fin de ganarse la vida y tal vez de quedarse para siempre.
Cuando les decía que más que ser de Madrid “soy Madrid”, porque lo soy, estaba refiriéndome a esa peculiaridad que posee nuestra ciudad de incorporarnos de inmediato a su paisaje y de convertirnos en fieles propagandistas de su carácter. Hace años yo pensaba que Madrid no tenía un carácter específico, era incapaz de distinguirlo porque estaba inmersa en él: me hicieron falta unos cuantos años lejos para observarlo, sentirlo y para que esos extranjeros que aman Madrid más que nosotros mismos me expresaran cuáles eran las razones por las que encontraba este ciudad tan peculiar.
Ahora entiendo por qué me costaba definir su personalidad: este carácter fuerte, áspero pero amigable, algo rudo, directo en el habla hasta provocar el desconcierto del recién llegado, de espíritu nocturno y callejero, no reside en unas tradiciones muy marcadas o en claros rasgos identitarios, sin embargo, a Madrid se le encuentra a cada paso, en la manera determinada con que la gente se adueña de la calle.
Madrid, el Madrid que paseamos cada uno por las aceras, tiene una manera de ir por la calle. Los madrileños somos dueños del asfalto, como si estuviéramos demostrando en nuestro andar decidido y soberano aquellos versos de Gloria, la de Lavapiés, Gloria Fuertes, cuando decían, “Madrid es mi asfalto”, que es como otros hablan de su tierra, pero de manera más canallesca y cimarrona. Madrid, los muchos Madriles que cada uno representa, sabe ir por la calle con mucho arte y no ha perdido esa capacidad mundana, popular y callejera con la que brujuleaban de un lugar a otro los personajes de Galdós o los de Valle Inclán. “Cada cual lleva consigo su novela”, decía Galdós. “Cada uno, diría yo, lleva consigo su Madrid”.
Cuando llegué a la adolescencia empecé a viajar sola a la ciudad. Lo conseguí estudiando en un instituto dentro del Retiro, el Isabel La Católica. Hacer pellas por el parque, comenzar a leer periódicos y adquirir una conciencia política fue el inicio de mi madurez. La madurez consiste en algo tan simple como que una muchacha tome el autobús de su barrio y se vaya a descubrir la ciudad.
Aquella chica que era yo quedaba fascinada al comprobar que en el centro que yo había imaginado electrizante y peliculero coexistían unos pequeños barrios cosidos a otros, como un enjambre o un laberinto, tenían esos barrios centrales un aire inesperado de ambiente pueblerino, en los que todavía las viejas salían en bata a hacer la compra y había abuelos que se asomaban en camiseta al balcón. Todo eso mezclado y alterado por el aluvión ochentero de las tribus urbanas, que coincidió con el momento en que comencé a trabajar en la radio.
Año 1981 y ahí estaba yo con 19 años en el piso más alto de la calle Huertas sintiendo en mi ignorancia optimista que la ciudad se rendía a mis pies. Y de alguna manera, era cierto, porque tal y como decía García Márquez, feliz e indocumentada, pude registrar con mi cassette los acontecimientos que sacudieron a la ciudad y los personajes que la agitaron.
Conocí a Tierno Galván y luego cubrí su entierro con palabras de enorme sentimentalidad y mala poesía. Salí a captar el sonido de la calle la noche de la primera victoria socialista del 82 y también participé con alegre determinación sindicalista en la huelga general del 88. Entrevisté a esos personajes de la Movida que tocaron la gloria que luego en su mayoría se quedarían en nada. Pero yo no era una moderna, yo era la chica de un barrio de Madrid con el pelo teñido de rojo o de negro chinesco, con los labios pintados casi de morado, que después de zascandilear por el centro, tomaba el autobús y me volvía a casa. El autobús o un taxi, porque en los tiempos de tantas seductoras y peligrosas dependencias, mi vicio se centraba en el taxi y el vermú.
Los camareros del bar Murillo, situado frente a la radio, en la calle Huertas, me ponían el vermú en la barra según me veían salir de trabajar. Eso no lo puede decir mucha gente con 21 años. Yo era alguien en esta ciudad antes de que el público me conociera. Y me afanaba para llegar a ser la chica más zascandila y sabelotodo de la Villa.
Yo iba con el enorme cassette de Radio Cadena Española a la espalda y visitaba a las madres contra la droga de Vallecas, al Padre Llanos en el Pozo del Tío Raimundo, a los niños de la escuela del Pozo del Huevo que luego se trasladarían al peculiar edificio de Sainz de Oíza. Me escapaba por la tarde a entrevistar a alguna anciana represaliada del franquismo, a Rosario Dinamitera, a Petra Cuevas, a la familia de Mercedes Landa, la presa más ilustre que hubo en las cárceles franquistas. Iba una noche al Cabaret y otra a un concierto de rock.
A mí me venía bien todo. Mi estilo consistía en no tener un estilo definido, como así es Madrid, en no entender de generaciones. Detesto las separaciones generacionales. A Madrid se la conoce frecuentando a viejos y a niños. ¿Os podéis imaginar lo que yo he aprendido de Madrid escuchando a Fernán Gómez, a Haro Tecglen, a Paco Valladares, a María Dolores Pradera, Mingote, Carmen Martín Gaite, María Asquerino, Jaime de Armiñán, Elena Santonja, Josefina Aldecoa o Gila?
Escucharlos a ellos era escuchar a los niños de la guerra, a los que habían jugado bajo las bombas. Habían sido niños milagrosos, que atestiguaban cuando yo los conocí, con su mera presencia, cómo de valientemente resistió nuestra ciudad al asedio franquista. Confesaba Fernán Gómez, ya viejo, cuánto sufría cuando al pasear por la calle veía que algo muy querido por él había desaparecido, cómo cambiaban las esquinas y desaparecían los viejos restaurantes.
Para mí, la muerte de algunos de estos personajes tan queridos y fundamentales para nuestra ciudad ha representado la pérdida de una parte esencial de nuestra memoria, y siempre que puedo hablo de ellos. Porque Madrid ha sido la ciudad del olvido y eso tenemos que resolverlo. Es urgente.
La chica de la radio que yo fui quería vivir en el pasado de mi ciudad y en el presente. Deseaba seguir los pasos de mi padre, el mejor cliente que hayan tenido los bares en Madrid, el más pertinaz y el más sociable. Quería que me ocurriera como a Federico Fellini en Roma, que levantaba la mano para tomar un taxi y le paraba cualquier romano para llevarlo a casa. Estaba deseosa de que me pasaran cosas inauditas y me acababan pasando. Quería ser un personaje, solo me faltaba escribir mi obra, pero entonces se me iba el tiempo en la calle.
Ahora todo el mundo habla de sus noches en el Penta, en el Elígeme, en el Rockola, en el Vaivén. Conocía esos lugares, claro que los conocía, pero aquel no era del todo mi paisaje. Yo pasaba las horas tontas jugando al billar con mis colegas de la radio en bares algo mortecinos y poco frecuentados por esos modernos a los que debía entrevistar por fuerza todos los días. Y en bares de barra de zinc, que ahora están viviendo su momento de gloria.
Andaba mucho. A veces me volvía a mi barrio andando para concentrarme en alguna fantasía, en algún amor no correspondido o en la idea de ser escritora que, finalmente, se quedaba en eso, en un proyecto, porque tenía demasiada ansiedad vital para concentrarme delante de una página en blanco. Pero mientras andaba, ay, todo me parecía posible. Se me quedó la costumbre infantil, bastante temeraria, de cruzar descampados para acortar el camino, porque en aquel entonces yo no concebía el peligro, era inocente, poco dada a pensar en las consecuencias, por eso entiendo tanto a las chicas que quieren andar solas.
Ahora, cuando al fin recuperamos la poesía clara, directa, de la madrileñísima Concha Méndez, la verdadera artífice del arriesgado desafío de andar sin sombrero por la Puerta del Sol en los años 20, que ha dado nombre a toda una generación de mujeres artistas, recuerdo estos versos suyos cada vez que camino: Me gusta andar de noche las ciudades desiertas, cuando los propios pasos se oyen en el silencio. Sentirse andar, a solas, por entre lo dormido, es sentir que se pasa por entre un mundo inmenso.
Andar ha sido mi forma de conocer el espacio. Las ciudades donde no se anda se mueren de pena. Se muere el aire por el humo de los coches y se reduce la posibilidad de aventura y de encuentro con otros seres humanos. Yo fui una niña de barrio gracias a que iba a mi colegio andando, a mi querida biblioteca, al cine con mis amigos; fui una chica de barrio porque anduve muchas veces de mi trabajo a casa, aunque hubiera de cruzar varios barrios y algún descampado.
Más de una vez me ocurrió como a Baroja y a Galdós en aquel célebre paseo en el que caminando sin rumbo y distraídos mientras hablaban, hubo un momento en que Galdós dijo: “Vamos a volvernos, Baroja, que esto ya es el campo”.
Pasear la ciudad es una manera de reivindicarla. Si de ese paseo desaparecen los niños y los viejos estamos cediendo la ciudad exclusivamente al negocio y la ciudad es algo más que eso. La ciudad es nuestra casa. Amar la ciudad es hacer barrio, defenderlo con nuestros actos a diario, reivindicarlo, y los barrios, como yo descubrí bien pronto no solo están en la periferia. Queremos que sigan vivos los barrios del centro.
Mis personajes se han movido casi siempre por barrios populares, Vallecas, Carabanchel, Moratalaz, Pacífico, Las Rosas, Tetuán. Cada vez que voy a uno de los lugares que elegí para que se movieran mis personajes los lectores me expresan su agradecimiento. Sienten orgullo al ver escrito el nombre de su barrio en las páginas de un libro. Hay algo muy hondo en la relación entre tu infancia y las calles en las que creciste, o como decía Max Aub, “uno es de donde ha hecho el bachillerato”.
Los madrileños, siempre rebeldes y poco dados a la sentimentalidad exaltada, hemos descartado muchas veces el sentir orgullo por nuestra ciudad. Mientras a otros les sobra el orgullo a nosotros nos falta. Salvo el orgullo gay, que en eso somos los primeros. Esta falta de complacencia en lo nuestro tiene la ventaja de que nos convierte en una ciudad abierta, pero vendría bien de vez en cuando pregonar a los cuatro vientos cuánto nos da esta ciudad, cuánta vida, emoción, relaciones, distracción, y confesar sinceramente cuánto nos gusta.
Hay ciudades más monumentales, menos caóticas en su trazo, mejor conservadas, pero cuánto nos gusta Madrid, cuánto la echamos de menos. Aquí nos pueden pasar cosas. Una ciudad ha de ser el sitio donde te puedan pasar aventuras inesperadas. Yo salgo de casa y no veo el momento de recogerme. Yo pregono mi amor por Madrid, porque sé lo que es experimentar una nostalgia inmensa de esta ciudad. “Eres mi casa, Madrid, mi existencia”, dijo Miguel Hernández cuando escribió versos en su defensa, y así lo he sentido yo cuando estaba lejos.
No es Madrid una ciudad insulsa o adormecida, en su carácter hay un pronto reivindicativo y libre, poco formal, popular, castizo, chulo, es Madrid pueblo y ojalá que no lo pierda esa condición nunca. Madrid, capital de la gloria, el rompeolas de todas las Españas, Madrid capital hoy del feminismo, por sus arterias caminan miles de mujeres que anhelan la igualdad y hombres que aman su compañía y abrazan su lucha. Ese Paseo de Recoletos, esa fuente de una Cibeles que va a pasar de madridista a feminista. ¿Por qué no sentir algo de orgullo? Un orgullo legítimo y jamás excluyente.
Soy Madrid porque nací en Cádiz, porque mis padres me trajeron aquí a los 12 años, soy Madrid porque soy una Isidra, porque soy de barrio, porque llevo en mí el acento de la calle y me sale cuando estoy alegre o cuando me indigno. Soy Madrid porque soy callejera, chula, respondona, reivindicativa, quedona, zascandila, soy Madrid porque Madrid es así y ojalá que jamás deje de serlo.
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