Claudiquemos: la canción necesita a este hombre
El autor de ‘Gay Messiah’ se basta él solo para un recital emocionante, divertido y con canciones nuevas en el Botánico
Hay muchas maneras de certificar el aterrador paso del tiempo. Una de ellas, reparando en que ya han transcurrido tres lustros desde la primera vez que vimos a Rufus Wainwright por Madrid, entonces en paños menores y con alas de angelote. Anoche, lo crean o no, se nos personó con barba poblada y encanecida. Su voz, ese portento, permanece. Se agiganta. Fue escucharle Vibrate, segunda canción de la velada en las Noches del Botánico, y desactivarse cualquier amago de resistencia entre los 2.000 asistentes. Con Rufus, mejor claudicar de entrada y dejarse abrazar por uno de los cancioneros más hermosos del (ya no tan) nuevo siglo.
Antaño era un genio precoz y procaz, hermoso y descocado. Hoy opera con algo más de recato, porque las ansias de lucir palmito son inversamente proporcionales a lo que decreta el pasaporte. Pero sigue resultando no ya inconfundible, sino inimitable. No solo por esa especie de mono sin mangas, entre verdoso y dorado, con que se nos plantificó ayer. Sobre todo, porque no hay quien cante como él: ni hay artista que se le parezca ni nadie en sus cabales sería tan suicida como para intentar hacerle sombra.
Lo peor de esperar con ansias a Wainwright es que, como dos veranos atrás en el Teatro Real, se nos personara sin más compañía que su acústica y su piano de cola. Hay canciones tan bellas que casi se disfrutan más desde la desnudez. Así, la impresionista The Art Teacher o la bellísima Memphis Skyline, su homenaje al malogrado Jeff Buckley, tal vez el único autor que podría haberle hecho sombra. Pero claro que añoramos a sus acompañantes. Los ropajes, los oropeles, el barroquismo. Esa riqueza suya con la que hasta el manierismo de los musicales parece tan poquita cosa.
Sucede además -detalle nada pequeño en este mano a mano con el público- que Rufus es divertidísimo. Y si le pillamos en plena semana del Orgullo, ya para qué queremos más. Sus parlamentos sobre las ventajas e inconvenientes de un marido alemán o los esfuerzos por suavizar la letra de Gay Messiah ante espectadores jóvenes resultaron desternillantes. Entre medias, algunos suculentos adelantos de su disco para 2019, desde la desolada Alone Time a la solemne crónica de una resaca (Early Morning Madness) a esa ternura (Only The People That Love) que le aflora cuando aparca su lado más vitriólico.
El 13 de octubre estrenará en Toronto su segunda ópera, esta vez sobre el emperador Adriano, pero es una bendición que haya recuperado un poco la fe en el pop. Nosotros difícilmente la perderemos en él. Y no pretendemos que nos pida opinión, pero cualquiera pudo comprobar anoche que es la canción, y no el bel canto, quien le necesita. Basta escuchar el final con Poses o el amor con que se acerca a su adorado Leonard Cohen (So Long Marianne y Hallelujah) para que, de pronto, casi todo cobre un poco de sentido.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.