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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los otros

El ‘procés’ permite a Ciudadanos una ambigüedad sobre el eje social para captar votos de rentas bajas de los cinturones industriales

Inés Arrimadas en Santa Coloma de Gramenet.
Inés Arrimadas en Santa Coloma de Gramenet.Enric Fontcuberta

Un elemento esencial de un régimen democrático es la alternancia en el poder. Pese a darse tal posibilidad, segmentos importantes de la población pueden percibir que ellos y quienes les representan nunca han participado del mismo. Ello les lleva a ver determinadas instituciones como inaccesibles y ajenas. Esto es lo que ha sucedido los últimos 40 años en Cataluña y explica, en parte, el auge reciente de Ciudadanos.

En 2003, después que CiU ganara las elecciones pero Maragall se hiciera con la Generalitat, Marta Ferrusola exclamó: “Es como si entras en casa y te encuentras los armarios revueltos porque te han robado”. Una casa, la de Generalitat y sus entes públicos, en la que un entramado de familias convergentes se perpetuó 23 años.

Los dos tripartitos permitieron la entrada en la administración de capas de la sociedad que no habían accedido a ella. Fue una sustitución parcial, pero se repartió juego. Por la vía del PSC lo hizo un segmento que había llegado a considerar lo municipal su espacio natural y daba por imposible acceder al gobierno autónomo. Por la vía de ERC accedió un aluvión de nombres, muchos procedentes de comarcas, con un perfil más joven. Unos y otros coparon cargos hasta entonces en manos de cuadros barceloneses.

Cediendo al PSC la gobernabilidad de Cataluña, ERC pretendía sustituir a CiU como catch-all catalanista desde el centroizquierda y renovar el ambiente en los despachos (los armarios, para Ferrusola). Pero la estrategia pasaba por lograr que los socialistas sintieran la Generalitat como algo propio. Debían padecer en primera persona el difícil equilibrio con el poder central. La compleja gestión diaria con Madrid les debía llevar a compartir con el nacionalismo catalán los agravios del gobierno español de turno.

A tenor de la deriva de los cuadros del socialismo más catalanistas hacia postulados proindependentistas, media docena de años (2003-2010) bastaron para que los ideólogos de ERC consiguieran su propósito. Pero el triunfo fue parcial. El sector menos catalanista del PSC entendió que los tripartitos no dejaban espacio suficiente a sus cuadros. No fue casual que, en 2006, intelectuales no pertenecientes al partido pero no muy alejados de esa órbita crearan Ciudadanos.

El nuevo partido dio voz a quienes por, su extracción social y ubicación geográfica —en gran parte inmigrantes llegados del resto de España o catalanes hijos del ascensor social con padres votantes del PSOE—, querían su parte del pastel pero nunca han conseguido posiciones laborales (no funcionariales) y cargos de confianza de la administración catalana porque carecen de contactos que les abran sus puertas.

Hoy sus élites no balbucean Els Segadors en el Parlament porque su discurso no forma parte de la tradición del catalanismo, sino que trata de convertir la Generalitat en una administración a semejanza de las regiones francesas. De ahí el interés por eliminar el obstáculo que supone el catalán para acceder a la función pública y cambiar el currículo escolar en Cataluña. Desnacionalizar la administración catalana significa crear oportunidades para que los otros accedan a ella.

Después de comenzar con la socialdemocracia y virar hacia el liberalismo, el proceso independentista ha permitido a C’s una calculada ambigüedad sobre el eje social para captar mayoritariamente votos de rentas bajas de los cinturones de Barcelona y Tarragona. Un público a quien ni el último Zapatero, ni Rajoy han solventado los efectos de la profunda crisis económica. Pero también unos catalanes que nunca han percibido que la Generalitat, pujolista o tripartita, resolviera sus problemas.

Ernest Lluch ya alertó en los ochenta de que el catalanismo tan solo se consolidaría y expandiría si integraba a la inmigración y a sus hijos desde el progresismo. Quienes han gobernado Cataluña le desoyeron y han fracasado en explicar en estos caladeros por qué una Generalitat de tradición y componente catalanista es mejor que un gobierno regional a la francesa.

La crisis económica y la globalización han golpeado duro los cinturones industriales. Para muchos de sus habitantes, el independentismo amenaza el último refugio justo cuando todo lo demás se hunde: la concepción de lo que uno cree que es, el orgullo de pertenencia a una entelequia, la españolidad. La defensa de ese bastión es lo que vende Ciudadanos sin parangón.

Si uno vive en Cataluña como si lo hiciese en cualquier otra parte del Estado y con la ley del mínimo esfuerzo puedo optar a un empleo público estable, ¿por qué debería complicarse la vida añadiéndole el dominio del catalán y el imaginario catalanista? No parece que los ideólogos del independentismo tengan respuestas tangibles a ello más allá de eslóganes grandilocuentes que, frente a carencias más inmediatas, aparecen huecos.

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