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Claridades, sorpresas y emociones

Los genios como Haydn y Bartók pueden integrar lo comercial y las matemáticas en grandes obras de arte

Dima Slobodeniouk y Baiba Skride en un ensayo en A Coruña.
Dima Slobodeniouk y Baiba Skride en un ensayo en A Coruña.OSG

Cuarto concierto de abono viernes de la Orquesta Sinfónica de Galicia, interpretando un programa variado en épocas y estilos: el clasicismo de Joseph Haydn (1732 – 1809) con su Sinfonía nº 94 en sol mayor, “La sorpresa”; el romanticismo del Concierto para violín en re mayor, op. 35 de Píotr Ílich Chaikovski (1840 – 1893) y la lógica matemática aplicada al arte en la Música para cuerda, percusión y celesta, de Béla Bartók (1881 – 1945).

Programar un concierto con una sinfonía de Haydn es, una garantía de seguridad, como bien sabía su empresario en Londres, Johann Peter Solomon (1745 – 1815). Haydn es llamado el “padre de la sinfonía” es, entre otras cosas, por la concurrencia en sus obras de la calidad y lo que hoy llamaríamos comercialidad. Que lo uno no quita lo otro y su música sigue siendo un valor seguro más dos siglos desde la composición de aquellas obras londinenses que tanta fama y dinero le proporcionaron.

Su siempre impecable escritura templa el oído del oyente y su amable contenido predispone a la escucha del público: desde el menos aficionado al más versado. La versión que Slobodeniouk hizo con la Sinfónica de la Sinfonía “La sorpresa” tuvo todos los valores que le hicieron gozar del éxito en sus conciertos junto al Támesis.

En la versión de la OSG y Slobodeniouk hubo la claridad de líneas, tersura de sonido y todos los elementos sorprendentes en cambios de ritmo, dinámicas y “efectos especiales” con los que el vienés conquistó Londres. Algún pequeño desajuste en el primer movimiento no empañó la por otra parte excelente ejecución de la obra.

Si es verdad que la música sirve sobre todo para hacer sentir emociones, es por momentos como los que se pudieron vivir el viernes al inicio del Concierto para violín. 35 de Chaikovski. La breve introducción orquestal puso el marco; las manos y el sentir de Baiba Skride (Riga, Letonia, 1981) trazaron las primeras pinceladas de una fuerte emoción en el breve recorrido inicial de su parte: desde el terciopelo del la 2 de su Stradivarius al brillo de plata bien pulida de su registro agudo.

Fue uno de esos momentos en los que la conexión entre escenario y público se establece como en un calambre de emoción que se convierte en escalofrío en la espalda y humedad en los ojos. Esos pocos segundos en los que el más conspicuo aficionado piensa, o más bien siente, “ya está, ha vuelto a llegar; esta es la razón por la que la música me tiene a sus pies”. Porque era una de esas interpretaciones fieles a la letra y espíritu de la obra, técnicamente impecable y con una dicción bien sentida; desde lo más hondo. Era.

Hasta que, en algunas fases del Allegro moderato, el sonido del violín empezó a quedar escondido tras el de la orquesta. En cualquier caso, fue tanto lo que Skride, Slobodeniouk y la OSG hicieron sentir en ese primer movimiento y fue tal la tensión emocional acumulada, que al acabar el movimiento un número inesperadamente alto de espectadores se dejó arrastrar durante un buen minuto largo tras un agudo grito de ¡bravo! en las butacas impares de la zona C-2.

Fue algo que quizás hirió en parte la magia del momento. Skride supo restañarla con su sonido y sentimiento. Pero ya nada volvió a ser igual, especialmente en el Allegro vivacissimo final, pese al magnífico desempeño de la violinista letona, cuyo bellísimo sonido quedó demasiadas veces, más escondido tras el de la orquesta que tapado por esta.

Posiblemente, no fue por excesos dinámicos de esta -nunca sonó demasiado fuerte- sino, quién sabe, por cambios en la siempre problemática acústica del Palacio de la Ópera. Si, tal como declaró Slobodeniouk durante los ensayos para el primer concierto de abono de la temporada, algo ha cambiado en la acústica del Palacio de la Ópera con las nuevas butacas, es posible que el mayor retorno del sonido orquestal desequilibre el conjunto. Esperemos.

No hizo falta esperar más que el tiempo del descanso del concierto para volver a sentir emoción de la grande y buena. La Música para cuerda, percusión y celesta, de Béla Bartók, es una obra basada en cálculos matemáticos . Con estos datos, cualquiera podría pensar en una obra fría, difícil de sentir y carente de emoción. Pero, en gran medida, toda la música está basada en relaciones matemáticas entre sus elementos -como las que hay entre las frecuencias de los diferentes sonido, sin ir más lejos-.

Luego es eso que llaman inspiración -y la personalidad artística de cada compositor- lo que diferencia el verdadero arte. Y hay que reconocer que el músico húngaro tenía una y otra en cantidades ingentes. No en vano, la Música para cuerda, percusión y celesta es una de las obras del s. XX que más arraigo ha obtenido en el repertorio orquestal.

Ya la disposición de los efectivos en el escenario lleva la música a un plano físico inhabitual. Las dos orquestas de cuerda enfrentadas, con piano, celesta y arpa en un segundo plano y la percusión al fondo del escenario, producen unos efectos sonoros que bien pudieran ser reflejo de las vivencias del autor en los años anteriores a la II Guerra Mundial (la obra está fechada en septiembre de 1936 y fue estrenada en enero de 1937).

La versión de Slobodeniouk y la OSG hizo honor a la gran calidad de la obra. La emoción de la Fuga inicial tuvo la tensión creciente de una partitura tan dura como emotiva, a la que se sumó la personalidad tímbrica y rítmica del Allegro. La emotividad del Adagio quedó resaltada por las cuerdas, el piano de Alicia González Permuy, la celesta de Simona Velikova Kantcheva y por el soberbio empleo de los timbales por Lassi Erkillä (su uso del pedal, además de una perfecta afinación le confiere un gran aire de misterio). Los célebres pizzicati Bartók adquirieron toda su verdadera dimensión en este movimiento.

El Allegro molto final tuvo toda la personalidad de quien es considerado uno de los fundadores de la etnomusicología como disciplina científica y artística, además de uno de los mayores compositores del siglo XX. El solo de chelo de Ruslana Prokopenko estuvo lleno de fuerza y emotividad y la sección de percusión de la Sinfónica fue durante toda la obra parte fundamental del grande y merecido éxito cosechado al final del concierto por intérpretes y director.

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