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Copas bajo presión, torsión y tortura

La canadiense Myriam Bleau orquesta un sutil espectáculo de violencia en una ‘performance’ del Sónar+D

Myriam Bleau, con guantes negros y gafas protectoras, 'torturando' una copa de cristal.
Myriam Bleau, con guantes negros y gafas protectoras, 'torturando' una copa de cristal.ALBA RUPÉREZ

Los usuarios del Sonar creían haberlo visto todo. Por el festival ya han pasado orquestas que tienen como instrumentos los más variados vegetales; se ha hecho música con impresoras, con periódicos que se rasgaban furibundamente incluso antes de anunciar que la democracia norteamericana había alumbrado a Trump, y también con enormes estructuras de madera percutidas como si fuesen campanas longitudinales. Cosas todas ellas muy chocantes a la par que extraña y fascinantemente musicales. Pero en el apartado Sónar+D que anticipa el festival, la música provino hace poco de la tortura, de la presión y de la torsión. Que nadie llame a ninguna protectora: era vidrio quien sufría, y era una canadiense con muy poco aspecto de sayón quien infligía tortura a inermes copas de vino, brujas bajo el poder de una moderna Inquisición que actuaba a medio camino entre el concierto y la performance. El nombre del espectáculo que se contempló la noche del jueves limitaba el alcance del sufrimiento, ya que al llamarse “autopsy.glass” sugería la imposibilidad de sufrir de quien ya muerto es objeto de una autopsia.

El acto tuvo lugar en el espacio cultural de Mazda, en pleno Borne, donde lo único que no huele a vanguardia y modernez son los vecinos que aún resisten en el barrio. Bleau, artista de formación jazzística que ha ido más allá de la música y ha incorporado a sus espectáculos una muy sugestiva dimensión visual, compareció ante una mesa alargada en la que esperaban una treintena de copas de vino. El espectáculo comenzó calmo, con la artista pareciendo obtener sonido de las copas por frotación, sonido que iba aumentando por acumulación y que se mezclaba con más sonidos que ella disparaba por medio de un software. Crepitaciones, tonos sostenidos, golpes con alma de cristal y contrapuntos pautaban un arranque tranquilizador, pues sin llegar a serlo retrotraía a ese divertimento tradicional en celebraciones familiares consistente en obtener una frecuencia pasando el dedo por la boca de una copa de buen cristal. Pero ni las copas eran de buen cristal (escogió copas de clase media, entre Ikea y Bohemia), ni tampoco sólo frotaba, pues unos golpecitos añadían un no sé qué de inquietud que auguraba la tempestad.

A todo esto el público asistía con la atención de unos estudiantes de medicina siguiendo la disección de un ojo. Entre ellos, los tres directores del Sónar, allí alineados como si fuesen Messi, Suárez y Neymar en un partido de exhibición del Barça. Un silencio más que absoluto reinaba en la sala, sólo roto por los gritos fríos de las copas, alguna de ellas microfonadas para que su queja llegase nítida a los espectadores/cómplices de la aún delicada tortura. Unos haces de luz que brotaban en vertical acentuaban la soledad de la copa manipulada en cada momento, haciendo pensar en que hubiese sido un buen truco lumínico en la Última Cena. Vasos iluminados milagrosamente desde abajo. Quizás Judas se hubiese achantado temerosamente si su jefe hubiese hecho de Myriam Bleau.

Pero la cabeza también podría ocuparse en discernir qué es música y qué no lo es, qué es ruido, simplemente, y qué tiene la divina condición de música. En realidad hoy ya se trata de una pregunta retórica, pues todo es música. O al menos habría que considerar música a todo aquel sonido cuyo emisor considera musical y lo emite con esa intención. Sólo hace falta que un receptor lo tome como tal. Quizás ni eso. Pero todos los receptores que estaban viendo y escuchando a Bleau estaban convencidos de la musicalidad de aquellas copas, de la belleza inquietante de esa performance.

Pero el desasosiego se adueñó del lugar cuando Bleau se puso guantes negros y gafas para proteger sus ojos. Se imaginó lo peor y aconteció lo previsible. Con la ayuda de unas tijeras la canadiense comenzó a mellar las copas, cortándolas de manera irregular para aumentar la angulosidad de las heridas al cristal, que se quejaba secamente al quebrarse.

Tenía mucha fuerza aquella imagen, en la que se vislumbraba la inocencia del ser frágil martirizado impunemente mientras las luces acentuaban la exhibición de su cuerpo desnudo. Nadie reía, nadie apartaba su vista de la mesa, nadie creía que la situación pudiese ganar violencia. Error. En el paroxismo del espectáculo, situó una copa en una prensa de banco, y ahí el sufrimiento psicológico ya no fue sólo el del cristal sino de toda la audiencia, quizás imaginándose en lugar de la copa, aprisionada por dos piezas de metal que poco a poco se aproximaban entre sí ciñendo la parte más ancha del cáliz en una imagen de sutil violencia. El sonido acompañaba la sensación de un suspense irreal pues todos sabían cómo acabaría la copa: hecha añicos.

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Y así fue, pero nadie lo celebró. No hubo aplausos, quizás una sensación de liberación al sentir que el padecimiento de la copa había cesado. Y tras tanta sutileza, Bleau se puso punki y arrasó con el resto de las copas, arrojándolas al suelo con más desdén que furia. Sólo se salvaron las que tenían micrófono: una cosa es hacer el punk y otra gastar a lo loco. Había pasado media hora desde las caricias iniciales y los cadáveres de cristal alfombraban el suelo. Sí, el Sónar es tan suyo que se va de copas sólo para romperlas, sin previa melopea y montando una performance. El vino, gracias al cielo, no es digital.

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