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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Primero España y luego el partido

La brecha entre cultura y sociedad está como siempre; lo que ha crecido de veras es la indiferencia política hacia los problemas culturales en el sentido más amplio

Jordi Gracia
Librería Calders, en el pasaje homónimo de Barcelona.
Librería Calders, en el pasaje homónimo de Barcelona.CARLES RIBAS

Hace mucho tiempo que la cultura no es noticia en los programas políticos. Tampoco es parte de la munición de los partidos en su pelea parlamentaria ni electoral. Quizá sea buena noticia, o quizá es síntoma de un descrédito cultural interiorizado y masivo que empieza por los propios profesionales. El vengativo 21% del IVA está asumido como despropósito (y un día u otro se rebajará en algunos puntos) y la multitud de chistes sobre el Marca y Rajoy parecen haber agotado la inventiva programática de los partidos en estas áreas.

Es verdad que nadie sabe ya exactamente de qué áreas hablamos y qué designa eso de cultura. Nada tienen que ver las dificultades de financiación de las industrias culturales con la supervivencia de las librerías tradicionales o la piratería a destajo; nada tiene que ver la suicida reducción de presupuestos para investigación con la ausencia flagrante de novedades en las bibliotecas públicas por falta de dinero para comprarlas. Pero sean o no culturales, los cuatro o cinco síntomas reclaman un debate público y hasta un discurso trabado para explicar por qué está bien que sigan así las cosas o por qué es nefasta esa precarización objetiva de algunos motores culturales.

Algunos piensan que se trata solo de problemas sectoriales poco relevantes y nada acuciantes para las elevadas carencias de la sociedad de hoy. Que los chavales apenas traten de filosofía y literatura hoy en los institutos tampoco ha de ser tan, tan alarmante: puede ser una grandísima noticia esa omisión porque así las descubrirán a las dos por sí solos. Pero también puede ser otro síntoma más, y ya van muchos, de una pasividad política que ha abandonado esos temas por escaso impacto mediático o por su nula rentabilidad electoral. El no demasiado imaginativo despliegue de actividades en relación con Cervantes podría ser el séptimo u octavo síntoma (en Cataluña no hay ni síntoma porque no se ha hecho nada).

La brecha entre cultura y sociedad quizá está como siempre; lo que parece haber crecido de veras es la indiferencia política hacia los problemas culturales en el sentido más amplio. Los más aprensivos lo dicen con un deje cínico fuerte y convincente: la cultura no da votos sino problemas, la universidad a menudo es díscola y poco agradecida, los usuarios de las bibliotecas no molestan porque no protestan (o no se les oye protestar) y los estudiantes no suelen pedir más madera curricular y, además, suelen ignorar las condiciones de trabajo de muchos de sus profesores.

Horror: otro síntoma. Sigue siendo común hoy en las universidades públicas catalanas la contratación de profesores asociados para impartir tres cuartos de la docencia que imparte un profesor titular, a cambio de cobrar justamente apenas un cuarto del sueldo del profesor funcionario: menos de quinientos euros al mes, por debajo de la mitad de los becarios de investigación. El abuso es descarnado y envilecedor para la institución, incluidos quienes mejor o peor hacemos nuestros trabajos como funcionarios, en lugar de plantar las clases, o quemarlas o dinamitarlas, porque eso es lo que merece la explotación rutinaria de profesores asociados con trayectorias ya relevantes e incluso importantes.

Iniciativas hay, sin duda, aunque a veces resultan involuntariamente dolorosas. Hace tres o cuatro días recibí una convocatoria bien intencionada para aprender a desarrollar una “carrera académica”. Para desconsuelo de todos, la persona invitada para orientar a los profesores más jóvenes trabaja ahora en Harvard, con una beca Marie Curie del European Research Council, en torno a la literatura inglesa en conexión con la sociedad —conflicto racial, narrativa, ideología—. Pero no es inglesa. Se llama Marta Puxan Oliva, y es ella misma quien explica que optó a esa beca porque “las condiciones anteriores como profesora asociada en la universidad catalana eran, simplemente, imposibles”.

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No digo que haya que convertir en titular de portada la explotación industrial de los profesores asociados, pero con ese montón de síntomas sale un cuadro muy descriptivo de la indiferencia política hacia los laboratorios del futuro: universidad, bibliotecas, investigación, producción cultural penalizada con el IVA. Cuando en el partido socialista repiten que primero es España y luego el partido, me vienen ganas de contestar que mejor harían poniendo por delante el respeto del partido por la alta y media cultura para ganarse después el respeto que el país le ha perdido.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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