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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los veranos noucentistas

Fueron casi perfectos, antimodernistas, vitalizados por la mesura irónica como cuando Carner dice que modernista es el nombre que se aplica, en muchas tiendas, al género malo para ver si cuela

Al asomarse a Barcelona después de décadas de hibernación, un puñado de jóvenes noucentistas con sombrero canotier creería haber desembarcado en un planeta Sirio colonizado por muchedumbres con mochila y sans culottes pendientes del teléfono móvil. Lo más duro sería ver como aquel Gaudí del que tanto abominaron se había convertido en el símbolo globalizado de Barcelona. ¿Dónde pasar tres meses estivales con playa calmosa y casino? Claro que el noucentisme de la primera década del siglo XX no solo es cuestión de damas rotundas con maillot, Carner en plan de futuro yerno ideal o D’Ors dedicando los crepúsculos a pasearse junto al mar con pose de Erasmo. La fórmula greco-romana, para una Cataluña que no había vivido el Renacimiento, representaba una lúcida apelación al orden, para una década que casi sin darse cuenta iba a topar truculentamente con el paisaje inminente de los años treinta. Navegando en su yate por aguas del Adriático, Cambó se distanciaba de la pre-política romántica de la Renaixença. El noucentisme, por definición se resguarda del caos histórico. ¿Duró poco? De todos modos, fueron veranos casi perfectos, antimodernistas, vitalizados por la mesura irónica como cuando Carner dice que modernista es el nombre que se aplica, en muchas tiendas, al género malo para ver si cuela. Tal vez tuvo que ser injusto para escribir Els fruits saborosos. Era hombre de paseo marítimo, quitándose el sombrero para saludar a las señoritas, como en el Paseo de Gràcia.

¿Mar o montaña? Poesía y verdad, arte e historia, de Viladrau a Canet de Mar. Damas y caballeros de cierta burguesía imitaron formas noucentistas sin ni tan siquiera saberlo. Hoy cuenta mucho más la plenitud que la nostalgia, al modo de Proust divisando la bahía de Balbec. Las admirables bañistas de Josep Obiols se hacen tan perdurables como la ben plantada entre pinos olorosos, en el límite del noucentisme más natural. El dulzón pastel modernista se hace reacio a las brisas levantinas, frente a la arquitectura verbal de Guerau de Liost. Los noucentistes, con cierta ironía, se desembarazan de la épica de la Renaixença y se suman al Glossari de Eugeni D’Ors cuando habla de las “sublimes anormalidades: la Sagrada Familia, la poesía maragalliana”.

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Crítico y pintor de gran finura, Rafael Benet nunca abandona por completo sus orígenes noucentistas. Pinta playas con niños, Tossa de Mar, el chiringuito Can Claudio, hasta confirmar la identidad de su arte en el estudio sobre Sunyer, que es el metro de platino noucentista. Con el noucentisme primero comenzaron los poetas y después se formula como pintura. Sunyer, a partir del cuadro Pastoral, accede a los órdenes sensuales de la nueva escuela. Sus desnudos mediterráneos tienen el poso de una dicha casi mítica. Es decir, clásica. Véase como diafanidad madura.

El Almanac del noucentistes apareció en 1911. Había muerto Joan Maragall, tan maltratado por el cánon noucentista porque ya se sabe que los giros estéticos se basan en el canibalismo generacional. Pero la proyección social del noucentisme es muy minoritaria. Del Almanac se editan ciento cincuenta ejemplares. La visualización modernista fue cuantitativamente superior. D’Ors perpetra lo que el nacionalismo considera traición imperdonable y deja atrás esas playas ideales del noucentisme y una iconografía procedente de los hallazgos arqueológicos de Empúries. Roma sobre todas las cosas. Luego llegaría la lava del Vesuvio. Costa i Llobera —con Joan Alcover, versión mallorquina y pulida del noucentisme— dijo que su patria era hija de Roma. Eran otras playas, figuras femeninas más pudibundas, pero la misma calidad del lenguaje. Días y noches del mar noucentista, nunca turbulento. Al pintar la caseta del nuevo Club Naútico de Barcelona, Ramon Casas ya había avanzado una urbanidad de los elementos. La ciudad —con minúscula— pretendía ir con mayúscula.

Los estíos noucentistas se anuncian en La primavera de Francesc d’A. Galí, con balcón que da al mar. Los poetas se atreven a refundarlo todo e incluso llevan a un novelista como Narcís Oller a la amargura. Malos tiempos para la prosa. El noucentisme es formal y abunda en la estilización del irrealismo. Aún así, los veranos siguen transcurriendo como la luz. Queda la gama sutil de mujeres pintadas por Manuel Humbert o los pinos y figuras femeninas de Mercadé. Todo converge en el reposo carnal de los desnudos de Sunyer, en la playa, dando la espalda —como dijo D’Ors— a la expresión. Grandes veranos en las antípodas del selfie.

Valentí Puig es escritor.

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