Frenar la marea con las manos
El espacio público de Barcelona es, en general, correcto. No tiene la chispa que tenía en los noventa: es muy reiterado, muy aburrido, pero es bueno. El problema está en el uso
En la entrega de los premios europeos del Espacio Público Urbano, la semana pasada en el CCCB, una frase heló la sonrisa de los presentes. Copenhague recibió una mención especial por ser la ciudad que marca la pauta en la transformación de sus espacios. Y uno de los miembros del jurado internacional, a través del vídeo, dijo que la capital danesa “es lo que era Barcelona en los noventa”. Toma castaña.
Todas las ciudades se transforman, para bien o para mal, pero sólo algunas, en algún momento, combinan con exactitud la función y los valores, la belleza y la oportunidad, el proyecto y los objetivos. Eso era Barcelona y ya no es. No porque se rebajara desde entonces la calidad del espacio público, no porque haya dejado de operar sobre sus rincones, sino porque Barcelona ha dejado de pensar. De arriesgar. Barcelona es hoy urbanismo de rutina. Ya no deslumbra, como cuando venían los gurús de Harvard a tomar notas.
Tomó la palabra Ada Colau y, cosa rara en ella, presentó un discurso tremendamente confuso. Habló de un espacio público, en Barcelona, víctima de múltiples “capturas”, cosas que lo banalizan, lo tematizan, lo privatizan. Usó más verbos para diagnosticar el problema, y anunció que la recuperación será el mensaje que llevará en octubre a Quito. Bienvenida sea la reedición de la vocación internacional, ni que sea para llevar ejemplo a las ciudades de mundos convulsos. Hace unos meses, precisamente hablando de espacio público, se elaboró la Declaración de Barcelona, que establece los parámetros básicos de esas islas de convivencia que son las plazas, y sorprendía ver que un papel trabajado aquí fuera tan poco europeo, tan dirigido a poner orden en aquellas ciudades que están bajo mínimos y que necesitan hacer de las plazas un ágora polivalente de nuevos valores, como quien planta un brote esperanzado. Leída en Barcelona, la Declaración era pura retórica. Ahora Barcelona viaja a Quito a contar esas cosas: estaría mejor ir (además) a Copenhague a discutir soluciones del siglo XXI.
El espacio público de Barcelona es, en general, correcto. No tiene la chispa que tenía en los noventa: es muy reiterado, muy aburrido, pero es bueno. El problema está en el uso. La violencia sexual de la Vila Olímpica, la intensidad del turismo o la concentración inhumana de manteros son cosas que gravitan sobre el espacio, que irritan a los vecinos, pero no son cuestión de diseño sino de gestión. Gestión de ciudad. Estos días se presentó un libro hermoso: Destinació BCN, coordinado por Saïda Palou, mujer sabia en el tema, que cuenta cómo la ciudad construyó durante un siglo un modelo turístico, que al mismo tiempo era imagen espejada para sus ciudadanos, hasta que la cosa se les fue de las manos. Con el diseño de parques y plazas pasa lo mismo: que se va de las manos si la gestión municipal no pone orden en los usos; si es pura impotencia y buenas intenciones.
Al actual consistorio le repugna la autoridad, aunque la ejerce. Ahora mismo, Ada Colau ha tomado dos decisiones. Mantener cerrado el CIE y prohibir la circulación de segways en el paseo marítimo. Pim-pam. La primera medida es justa y proporcionada: responde a un clamor movilizado. La segunda es un ejemplo de cómo se crea inseguridad jurídica. Ya entenderán que no defiendo en absoluto el tránsito de esos cacharros que me parecen inestables y poco de fiar. Pero suprimir el circuito máximo de un día para otro, sin avisar, pone los pelos de punta a los que invirtieron, con licencia municipal, dinero para explotar el filón. La gestión del turismo es tan gorda que necesita complicidad: ponerse en contra a quienes deberían ser agentes amigos es un error. Hablo, por ejemplo, de los representantes de los pisos turísticos legales. Son los primeros interesados en suprimir la competencia salvaje. ¿Hay buen rollo? Pues no.
El turismo entronca con otro fenómeno emergente: la economía colaborativa. No se podrá hacer frente a la saturación hasta que no haya una buena regulación que ponga al descubierto los circuitos —también especulativos— de esa economía en principio simpática. El Parlament prepara una ley. ¿Ha hablado el Ayuntamiento con ellos? No. La gestión no es sólo poner orden, sino también poner futuro. Frenar la crecida de la marea con las manos sólo lleva a la frustración. Y en eso estamos. Y ya ha pasado un año desde las primeras promesas de cambiarlo todo.
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