Colau y los estereotipos
El clasismo considera que los que no pertenecen a la casta no son dignos de ocupar el lugar reservado a ella
En La opinión pública, un clásico del periodismo y la política en muchos aspectos superado pero en otros aún vigente, el periodista y filósofo norteamericano Walter Lippmann se refería en 1922 a los estereotipos como “una imagen ordenada y más o menos coherente del mundo, a la que se han adaptado nuestros hábitos, gustos, capacidades, consuelos y esperanzas. (…) En ese mundo las personas y las cosas ocupan un lugar inequívoco y su comportamiento responde a lo que esperamos de ellos. (…) Ningún estereotipo es neutral. Son la garantía de nuestro amor propio y la proyección del sentido del mundo que cada uno tiene. Por tanto, los estereotipos arrastran la carga de los sentimientos que llevan asociados”.
Cuando Félix de Azúa, un intelectual que acaba de ingresar en la Real Academia Española, se refiere a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, como una ignorante que debería estar vendiendo en una pescadería, no solo está catalogando a la persona a la que se refiere. También se cataloga a sí mismo. En esa valoración está implícita toda una exhibición de sus referentes mentales, de su personal sentido del orden de las cosas. El mismo orden que unos días antes había expresado un concejal del PP de Palafolls al afirmar que “en una sociedad seria y sana” Ada Colau no sería alcaldesa sino que “estaría fregando suelos”.
Los estereotipos implícitos en estas frases expresan la concepción del mundo que esas personas tienen. Una visión que parece muy antigua, pero ya sabemos que todo vuelve. Podría pensarse que, en la persistente campaña de acoso y derribo que sufre la alcaldesa, estas manifestaciones no pasan de ser anécdotas estrafalarias. Pero no es así. Tanto el concejal como el académico expresan en realidad algo que muchos de los adversarios políticos de Colau piensan pero esconden porque saben que eso les define y definirse en términos tan clasistas tiene hoy consecuencias. Afortunadamente, las tiene.
El clasismo entraña un sentimiento de superioridad de casta. Los que no pertenecen a la casta no son dignos de ocupar el lugar reservado a ella. Las que friegan suelos o venden en una pescadería, no son casta, ergo no merecen ocupar las posiciones que “en una sociedad seria y sana” corresponden a ciertas élites y que en el espacio público, es el poder, concebido como un instrumento para perpetuar la estratificación social.
En la visión clasista del mundo, nadie que no pertenezca a la casta o esté bendecido por ella, merece ejercer el poder. En ese orden mental, ejercer la alcaldía exige una dignidad de clase de la que carecen las limpiadoras y las vendedoras. Se establece así una jerarquía de personas y de dignidades. Hay una jerarquía de dignidad vinculada a la jerarquía de clase. Cualquiera que se salte el orden natural de esa jerarquía, es un usurpador. Y si es una mujer, doblemente usurpadora. Porque también hay una jerarquía de géneros. Colau, evidentemente, no es hombre y no imagino a ninguno de quienes le han faltado al respeto diciendo algo similar del alcalde de Valencia, de Cádiz o de Santiago, aun cuando por posición e ideología, representen lo mismo que Colau.
Pero en esta lógica, aún hay más: las que friegan suelos o venden pescado en el mercado están donde tienen que estar y no en las alcaldías porque carecen de cultura para comprender la complejidad del mundo. Una vendedora de pescado no puede ser alcaldesa. Y si una mujer que debería vender pescado a pesar de todo consigue ser alcaldesa, es porque la gente que la ha votado se ha equivocado. Un error de la democracia. De ahí a decir que la democracia es un error porque no garantiza la buena elección de quienes han de ocupar el poder, hay un paso muy corto. Peligrosamente corto.
El propio Lippmann, que profundizó en el papel de los estereotipos y la conformación de la opinión pública, pensó que podía ser mejor dejar el poder en manos de élites bien formadas y preparadas para ejercerlo. En la misma entrevista en la que menosprecia a Colau, el académico y fundador de Ciudadanos muestra su contrariedad con los resultados del 20-D y afirma que la gente que apoyó a ciertos partidos debía “votar borracha”. Que es lo mismo que decir que no sabían lo que votaban. Tampoco debían saberlo, cabe deducir, los que con su voto hicieron posible que Ada Colau, que debía estar vendiendo pescado, gobierne “una ciudad como Barcelona”.
La visión clasista del mundo es posible que considere preferible que las alcaldías se adjudiquen por el mismo procedimiento que los sillones de la Real Academia, por cooptación y con discurso de bienvenida. Pero los tiempos, como decía la canción, están cambiando. Si Ada Colau y otras como ella que deberían estar fregando suelos o vendiendo pescado están hoy gobernando las instituciones es porque, en democracia, cada persona vale exactamente lo mismo, un voto. Y aunque la opinión pública puede manipularse, hoy ya no es tan fácil construir estereotipos de base clasista. Al contrario. Ada Colau, que puede fregar suelos, vender pescado y ejercer como alcaldesa con la misma dignidad, ha sabido darle la vuelta al discurso. Se ha ido al mercado y se ha hecho una foto con las vendedoras de pescado: “Orgullo de ser mujeres trabajadoras”, ha tuiteado. Harán bien, las élites con clase, de no despreciar a ciertas alcaldesas.
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