Reformar la Constitución
Los procesos constituyentes cuestionan el sistema y plantean instaurar uno distinto
En el lenguaje político actual no suele distinguirse entre una reforma constitucional y un proceso constituyente, ambos se utilizan indistintamente pese a ser dos conceptos de naturaleza distinta. Ello lleva a confusiones y malentendidos. Una constitución democrática es una norma jurídica suprema —jerárquicamente superior al resto del ordenamiento— emanada del poder constituyente que reside en el pueblo y cuya función es regular los aspectos fundamentales de las fuentes del derecho, la composición y competencias de los órganos constitucionales y los límites básicos de los derechos y deberes de los ciudadanos. Así pues, la constitución funda y fundamenta el Estado, además de legitimarlo democráticamente, ya que es expresión de la soberanía, es decir, del poder, supremo e indivisible, del pueblo. Este es el modelo actual de constitución democrática.
Sin embargo, una constitución no es una norma inmodificable. Si así fuera, dado que es producto de la libre voluntad del pueblo, se entendería que la voluntad individual de los ciudadanos debe permanecer inalterable en el tiempo. Pero esto no es así. Por un lado, la composición del pueblo cambia, unos ciudadanos mueren, otros nacen; por otro, en uso de su libertad, los ciudadanos pueden cambiar de parecer. Si los hechos cambian, mis opiniones también, dijo Keynes con estas o parecidas palabras. Por tanto, las constituciones pueden reformarse.
Ahora bien, una de las funciones de toda constitución es la de estabilizar un sistema jurídico, un Estado. Cambian las leyes si lo creen conveniente los parlamentos, asimismo los reglamentos si lo deciden los gobiernos, solo cambian las constituciones si lo determina el poder constituyente. Es más complicado cambiar las leyes que los reglamentos, y aún más las constituciones. ¿Por qué esta progresión en las dificultades? Para dar estabilidad al conjunto del sistema. Y si una constitución, como hemos dicho, es la norma suprema y regula solo materias fundamentales, es lógico que los obstáculos a su reforma sean mayores.
Por esto las constituciones actuales, todas ellas, establecen especiales y dificultosos procedimientos de reforma que las preserven de súbitos cambios de opinión poco meditados que suelen darse en coyunturas especialmente críticas. Antes de cambiar una constitución hay que pensarlo detenidamente, recabar opiniones autorizadas, debatir las modificaciones con calma, prever sus consecuencias y posibles daños colaterales. Además, hay que legitimar los cambios mediante acuerdos amplios. Que una constitución sea durable es una virtud, no un defecto.
Además, son muy distintos los cambios que inciden en aspectos estructurales básicos —por ejemplo, forma de gobierno, organización territorial, sistema electoral, regulación de determinados derechos— o en aspectos de tipo menor, en precisiones, aclaraciones o añadidos que no afecten al sistema en su conjunto. Una constitución puede haber sido modificada en muchas ocasiones y continuar siendo sustancialmente la misma; otra haber sufrido pocos cambios pero tan esenciales que el sistema resultante quede transformado. Importa más lo cualitativo que lo cuantitativo.
Pero las reformas constitucionales no son procesos constituyentes. Estos últimos son de naturaleza es distinta. No son modificaciones de una constitución, por importante que sea el cambio, sino que presuponen la puesta en cuestión del sistema mismo, un sistema que se considera ilegítimo de raíz y necesita legitimarse sobre nuevas bases. Por ejemplo, en nuestro caso, supondría establecer que la soberanía no está en el pueblo español sino en los pueblos de las distintas autonomías o situar a la democracia directa por encima de la representativa; o sustituir el principio de Estado social por el de Estado liberal, o el de autonomía por el de centralización.
Estas modificaciones en aspectos sustanciales producirían un cambio de sistema político al modo que la Constitución de 1978 supuso el paso de una dictadura oligárquica y centralista a una democracia constitucional, un Estado social y una organización territorial autonómica. Los que pretenden un nuevo proceso constituyente quieren destruir el actual sistema político e instaurar uno distinto sobre bases nuevas. Quienes pretenden una reforma solo quieren cambiar aquello que no funciona, aún aspectos sustanciales, pero respetando los pilares básicos de la estructura. Unos son revolucionarios, otros reformistas. Ambos de la Constitución, por supuesto.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.
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