San Fermín a la madrileña
El chupinazo de la iglesia de San Fermín de los Navarros se lanzó ayer. Cayó sobre el público, sin incidentes
Once banderas rojas, con un escudo rodeado por unas cadenas, las de Sancho el Fuerte, cuelgan de la verja de una iglesia madrileña de la calle de Eduardo Dato. Anuncian una celebración. Decenas de personas bullen dentro y fuera de la cerca metálica. Una bandera de España y otra de Navarra enmarcan el pórtico de piedra que da acceso al templo, que se yergue desde 1890. En la torre, un gran reloj está a punto de dar las 12 del mediodía del 6 de julio: están a punto de lanzar el chupinazo de San Fermín.
Sobre los escalones de acceso, cinco hombres de camisas y pantalones blancos, todos con pañuelo rojo al cuello, se aprestan a iniciar el rito anual de los navarros en Madrid: el lanzamiento de un cohete de cabeza negra y largo rabo, que cada año inaugura, para deleite de los navarros afincados en la capital, la fiesta de San Fermín, en la víspera del patrón pamplonés y en el templo madrileño que lleva su nombre. La celebración incluye ágape, con chistorra y vino.
Han sonado algunas jotas. La gente espera que suenen las doce campanadas, para escuchar luego, en el carillón del reloj, repicar el himno del Reino de Navarra y, acto seguido, mirar la trayectoria del potente cohete que marca el inicio de la fiesta. Cuatro filas más atrás, un hombre de pelo blanco cortado a cepillo, Antonio Ezcurra, de 71 años, con su pañuelo rojo, bracea en dirección a quien se dispone a encender el negro cohete. “¡Inclinaldlo, inclinadlo, que hay una red arriba!”, les grita. No le oyen.
Acaba el himno. Prenden la mecha e inexplicablemente para casi todos —menos para Antonio Ezcurra— el proyectil choca con la redecilla metálica. Velozmente, envuelto en una estela de humo negro, se abate zigzagueando sobre el público. Tras un instante de sorda incertidumbre, un remolino humano se abre en medio de una humareda. El cohete ha ido a dar contra la copa de un árbol y ha caído al suelo chisporroteando, pero sin dañar a nadie.
“No escarmientan”, dice enfadada una señora del valle del Roncal. “Otra vez la misma pepla”, se queja un jubilado de Estella. Hace unos años, quien sostenía en su mano un puñado de cohetes incendió, con un chisquero, todas las mechas. Los ingenios pirotécnicos cruzaron, veloz y descontroladamente, a un palmo las cabezas de los centenares de asistentes al chupinazo. Hubo entonces una víctima, lesionada en el cuello por el cohete: precisamente, el superior franciscano de la congregación que regenta el templo de San Fermín de los Navarros, Antonio Ezcurra, que intentó ayer, sin éxito, alertar a los inductores del chupinazo del riesgo de que el cohete cayera, otra vez, sobre el público. “El capotillo de san Fermín ha hecho otro quite”, celebra otro asistente, en referencia a la costumbre de asignar el patrón pamplonés, natural de Francia, la protección de corredores de los sanfermines y de los navarros en general.
Una charanga, con bombo y todo, interpreta el “Uno de enero, dos de febrero…” mientras le gente, divertida, la sigue en dirección a la chistorra y el vino. El susto ha pasado. La fiesta continúa hoy, 7 de julio, con una misa cantada —ante el arzobispo Carlos Osoro— por joteros y joteras de Navarra llegados a Madrid para la ocasión.
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