El poeta ácrata que todos quisimos ser
La ternura borrica de Robe cautiva en Las Ventas a un público heterogéneo y entusiasta que hubo de lidiar con el caos organizativo
Dejémonos de tibiezas: Robe es mucho Robe. No existe ahora ningún otro adalid del rock patrio capaz de casi agotar durante dos noches el papel en Las Ventas, aunque ni su grupo ni la legión de seguidores se merezcan una organización tan deplorable como la de anoche, con colas en eterno zigzag, accesos taponados y la imposibilidad de acertar con el asiento de cada cual. De camino a la catarsis guitarrera y los estribillos apoteósicos hubo que recorrer los abismos de la agorafobia, y eso que ayer eran solo 14.500 los asistentes. Ya veremos esta noche, con 17.000 entradas vendidas, cómo se las apañan.
Todos estos incordios acaban difuminándose según avanza la velada y se acumulan las evidencias: el escenario exhibe dimensiones e iluminación rutilantes, el sonido llega sin distorsión y Robe Iniesta ejerce con solvencia su ya acreditadísima condición de Mesías apócrifo. Esa escuálida figura desharrapada no se ajusta a los cánones de la fotogenia y su voz cazallera solo se consigue contraviniendo muchas recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. Pero tras las greñas y la camiseta andrajosa se esconde un tipo que lleva un cuarto de siglo haciendo su santa voluntad. Un verso libre que recibe medallas en parlamentos autonómicos. Y un paria que, por decirlo a su manera, sigue yendo a su bola. Por eso suscita tanta admiración: es ese ácrata poeta que todo el mundo, siquiera en una noche traviesa, ha soñado ser.
Los Extremoduro se permiten cada vez desarrollos más extensos, temas guadianescos (Locura transitoria), citas guitarreras de Bach (Dulce introducción al caos) o una sugerente suite sinfónica, La ley innata, que en otras manos resultaría altanera. Iniesta puede admitir que no tiene “ni idea” sobre el significado de algunas canciones o imponer un atildado intermedio de 15 minutos, como en la ópera. Incluso está en condiciones de cabrearse cuando, antes de la inédita Canta la rana, reclama al público sin demasiado éxito que desconecte los móviles. Puede que se pase de escrupuloso: el nuevo tema incurre en ese característico autoplagio melódico de los últimos discos, un fenómeno que también podríamos denominar fitipaldización.
Son objeciones quisquillosas. Importa mucho más esa sabia y democrática ternura borrica con la que Robe tan pronto evoca a las lunas lorquianas como se muestra soez en Mama. Por eso su verbo fulminante cautiva tanto al dulce macarra de Villaverde como a la mocita guapa que ultima sus preparativos de boda en Moralzarzal. Al cervecero montaraz y al abstemio sobrevenido por las averías de la edad madura. A las amiguísimas de Leganés y la pandilla de Alpedrete. Todos forman parte de la familia Iniesta, una nutrida hermandad en la que se permite bailar fatal, saltar abrazados, derramarle el mini al vecino. Creer, por un momento, en el espejismo de la libertad.
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