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Iconos y caviar, herencia rusa

El fisiólogo Pavlov reveló en Atocha su teoría del reflejo. Trosky estuvo preso

Caviar en una piscifactoria.
Caviar en una piscifactoria. herminia sirvent

Ensaladilla rusa. Filetes rusos. Montaña rusa. Tal secuencia asocia tres elementos que vinculan la vida cotidiana madrileña con el país de las grandes estepas, donde no hay apenas montañas, ni los filetes son empanados, ni existe receta alguna de ensaladilla local hecha con mayonesa. Se trata de tres invenciones cuya inocente falsía obedece a la deformación provocada por la distancia geográfica que separa Madrid de Moscú o San Petersburgo, donde solo acostumbraban acceder diplomáticos de uno y otro país o bien, muy ocasionales viajeros. Uno de ellos sería el revolucionario Lev Davidovich Bronstein, Trotsky, quien en 1916, durante una visita a Madrid, fue apresado por la policía tras ser denunciado por el embajador del zar en París, Alexander Izvolsky.

Trotsky pasó unos días detenido y luego quedó preso en la llamada cárcel Modelo. Cada preso se veía forzado a pagar cada día su celda, bien por una peseta y media, o bien por 65 céntimos, en ambos casos de forma obligatoria, como Trotsky relataría, perplejo, en sus memorias. Fue expulsado del país vía Cádiz, si bien recuerda que uno de los policías que le apresó, algo embriagado, le confesó: “aquí admiramos mucho a Rusia”.

Otro de los célebres viajeros rusos que recaló en Madrid y aquí dejó su impronta fue el fisiólogo Ivan Pavlov (Riazan 1849-San Petersburgo, 1936), quien, en la bisagra finisecular entre el siglo XIX y el XX, dictó una conferencia de alcance extraordinario en el entonces Hospital General de Madrid de la calle de Atocha, también conocido como hospital de San Carlos. Madrid, a la sazón ciudad dotada de ascendiente en el mundo del pensamiento europeo, fue elegida por el célebre científico y Premio Nobel ruso para exponer, por primera vez públicamente, su Teoría del Reflejo Condicionado, que previamente había probado tras experimentar con perros. Su enunciado señalaba la existencia de una estrecha correlación entre estímulos y reacciones fisiológicas, hallazgo que implicó a partir de entonces el despliegue de una concepción científica innovadora.

Imagen de San Nicolás, en el museo de la Casa Grande de Torrejón.
Imagen de San Nicolás, en el museo de la Casa Grande de Torrejón.

Lejos de la ciencia, el mundo de la religión, más precisamente, el de su devoción en clave cristiana ortodoxa, cuenta aquí con un hito en verdad singular: uno de los mejores museos de iconos de todo el mundo. Fue traído a España por un emigrado ruso, Sergei Otzoup, teniente zarista que, en el primer cuarto del siglo XX, llegó a la localidad de Torrejón de Ardoz, a tan solo 25 kilómetros de la Puerta del Sol. Otzup vendió su colección de 1.300 valiosísimos iconos rusos y bizantinos, que quedó instalada en un museo a ocho metros de profundidad en la llamada Casa Grande, una antigua finca rural, granja y factoría, rodeada de campos de labor perteneciente en su día a la Compañía de Jesús.

Esta orden religiosa regentó el Colegio Imperial, situado en la calle de Toledo, donde se formó la élite nobiliaria española desde el Siglo de Oro.

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Además, de los cereales que poseía en Torrejón se estuvo aprovisionando la Corte de Madrid durante varias centurias. Hoy la Casa Grande de Torrejón de Ardoz es un complejo hotelero y su museo de iconos es visitable, previa cita.

La presencia rusa en Madrid se ha visto muy sesgada por la propaganda política, que el franquismo identificó con todo lo concerniente a la plurinacional Unión Soviética, y exacerbó hasta extremos rayanos en el ridículo. Así, impidió que las tradicionales atracciones de feria llevaran la menor insinuación referida a Rusia y obligó a decir a los niños que subirían a la “montaña suiza” en lugar de hacerlo a la montaña rusa.

A lo largo de los tres años de asedio que sufrió Madrid durante la Guerra Civil, el Gobierno de la Unión Soviética fue, con el de México, el único que apoyó declaradamente al Gobierno de la Segunda República. Durante la contienda, el pueblo madrileño, con su proverbial facundia, bautizó los aviones rusos Polikarpov que defendían la ciudad con el apodo cariñoso de chatos, por neutralizar sobre el cielo madrileño a las llamadas pavas, como las gentes nombraban a los pesados bombarderos hitlerianos,

Algunos lugareños recuerdan haber recibido a Mijail Gorbachov en su primera visita a Madrid, al grito de “¡Torero, torero!”. Muchos escritores han subrayado que el alma eslava hace aflorar derroches de apasionamiento muy semejantes a los de los efluvios sentimentales de españoles y españolas. Tal vez por ello, la canción rusa Ojos negros, fue durante años en Madrid paradigma del romanticismo en clave amatoria, mientras el Kalinka se convirtió en un canto palmeado, coreado y pretendidamente bailado a la manera cosaca, inseparablemente unido a los ágapes coronados con excesos de espirituosos, vodka incluido y caviar ruso del Caspio, añorado siempre. La hembra del esturión desova una vez cada 25 años, lo cual encarece este manjar.

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