La ternura y el aburrimiento
El madrileño de origen palestino casi llena La Riviera con su sinceridad y encanto personal, pero no hay nada en el nuevo disco que constituya un paso adelante
Érase una vez un cantautor lenguaraz y enamoradizo, tan propenso a las debacles sentimentales como a la reincidencia, que contaba y cantaba sus cuitas a las pocas decenas de curiosos que pudieran arremolinarse junto al escenario esquinado de Libertad 8. No tenía discográfica, manager ni padrino, fluía en sus venas sangre de filiación palestina y evocaba con franqueza a aquel niño mustio que fue, a un paso siempre del retraimiento y la misantropía. Y el retrato era tan sincero y descarnado, había tanta verdad en aquellas canciones más bien elementales, que quienes se tropezaban con ellas no podían por menos que correr la voz. El muchacho de la nariz aguileña pasó del Libertad a la Galileo, convirtió sus presencias en un ritual repetido todos los meses, alternó y hasta hizo casi intercambiables sus expresiones musicales y las poéticas. El chaval que tantas veces se desabrochó el corazón en público terminó llenando el verano pasado el Circo Price. Y este sábado poco le faltó para reventar La Riviera, donde más de 2.000 acólitos tarareaban versos pasados y presentes como si se los hubieran compuesto específicamente a ellos.
Marwan tiene la suerte que merece, aunque su gesto y los agradecimientos insistentes denoten todavía una cierta incredulidad. Ha sabido encontrar un nicho donde ya parecía todo cantado, en las crónicas de amores fabulosos y empeños imposibles, en los descalabros y las redenciones. En los bálsamos y los ajustes de cuentas, aplicados estos con más elegancia que acritud. El problema de este atípico madrileño del 79 no proviene de lo ya conseguido, que es inequívocamente meritorio, sino de la fijación de horizontes futuros. Y si estos son los que incluye su esperado, abultado y hasta ambicioso nuevo libro-disco, Apuntes sobre mi paso por el invierno, vamos mal. Porque no hay en él un triste centímetro de evolución, sino un aparatoso estancamiento. Ni una melodía que deje auténtico poso de entre un total de 14. Y un derrumbe temático que se evidencia incluso en títulos tan poco motivadores como Te quiero o Desde que duermes junto a mí. Va a ser cierto que a los cantautores la felicidad les sienta solo regular.
Nuestro protagonista se deja el pellejo, cierto, y engatusa a golpe de autoparodia (“sueño con estribillos como los de Chenoa”) o desparpajo. Hasta en eso, sin embargo, se le va la mano: son muy brillantes sus imitaciones de Serrat, Ismael Serrano, Sergio Dalma y Eros Ramazzotti, pero las referencias al “trabuco” de Álex y el “pistolón” de Marino, dos de sus músicos, dejan comparativamente a los hermanos Farrelly como exponentes del cine de arte y ensayo.
Marwan no es guapo pero sí resultón, luce un aspecto elegante sin necesidad de emperifollarse, le encantan las chicas pero se harta de abrazar y decir “te quiero” a sus amigos. Desprende tanta ternura que a sus conciertos siempre se compran las entradas de dos en dos. Pero la banda sonora para esa entente amorosa entre el escenario y el público es un fatigoso aburrimiento, la sucesión de tiempos medios anémicos y baladas perezosas, la redundancia de una música plana, previsible y arreglada bajo los preceptos de la abulia: bajos anodinos, teclados de relleno, ni un triste acorde que no se pueda intuir con dos minutos de antelación.
La única ligera sorpresa la protagonizó el rapero Nach, pero su colección de reivindicaciones para Necesito un país se queda en algún lugar indeterminado entre el tópico y el sonrojo. Marwan propicia los abrazos y el arrullo, el balanceo que acerca las barbillas con las nucas. Entremezcla el lirismo, a veces empalagoso (“Amor es la palabra que resuelve el crucigrama”), con la procacidad (“Quiero follarte lento, mirándote a la cara”), una combinación que fascina al público más juvenil y fogoso. Incluso se erige en estilete de una nueva generación de cantautores en la que también militan Andrés Suárez, Luis Ramiro, Funambulista, Fran Fernández o el canario Diego Ojeda, todos ellos presentes el sábado en colaboraciones sucesivas. Ahora faltan las canciones: un repertorio más variado, atrevido, impredecible, suculento. Y no, no es una carencia pequeña.
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