Cartas imposibles
Tras la excitación inicial, fui descubriendo otra Valencia de la que nadie me había hablado antes
Querido Erik: cuando llegué por primera vez a esta ciudad en 2001, desde Oslo, con una beca Erasmus, confieso que en la elección del destino pesó mucho más el entusiasmo con el que me hablaban de él algunos de mis colegas, que cualquier otra consideración académica. Tenían razón. Para un joven “nórdico”, como tú y como yo, tantos días soleados, tanta vida al aire libre, y tanta playa de arenas finas, a tan sólo diez minutos de tranvía desde el campus, supone un shock psicológico difícil de describir.
Pero lo más interesante es que, una vez agotado el estado de excitación inicial, fui descubriendo otra Valencia de la que nadie me había hablado antes. Una ciudad que ya en el siglo XV se consideraba la Venezia del Mediterráneo Occidental, y que ahora se asemeja mucho a la Florencia que tú y yo conocemos, si ésta estuviera situada a orillas del mar.
Los valencianos son gente abierta y emprendedora, grandes aficionados a la música, pero también al ruido, así, sin más; y a quemar todo cuanto detestan al comienzo de la primavera, en forma de monumentos que aquí llaman Fallas. Parece algo atávico, pero no lo es. Resulta difícil de explicar si no lo ves con tus propios ojos. Pertenecen a una de las regiones más exportadoras de España, además de ser uno de los principales destinos turísticos del Mediterráneo. La ciudad es increíble. Toda ella huele a azahar. En su línea de costa están situados los Poblados Marítimos, antiguos barrios de pescadores que los valencianos estiman mucho y que el municipio ha cuidado con exquisito esmero. Allí se ubican ahora una gran parte de la actividad cultural y artística de la ciudad. Con sus calles empedradas, y sus casas siempre recién pintadas de blanco y azul, flores en las ventanas, cientos de restaurantes, tascas y locales nocturnos en los que se puede escuchar todo tipo de música, mientras saboreas las maravillas de la cocina local.
Resulta que aquí nació Blasco Ibáñez, del cual existe un enorme museo en el inenarrable poblado de El Palmar, desde donde aún hoy las barcas salen hacia la Albufera, un lago a orillas del mar en el que el novelista situó sus relatos; y Joaquín Sorolla, el pintor, cuyo museo es aún más espectacular, y que fue “rescatado” de Madrid por el gobierno local. Y también Mariscal, uno de los diseñadores más reconocidos del mundo; y Calatrava, el arquitecto, del cual pueden verse numerosas obras a lo largo del antiguo río que vertebra la ciudad, y de quien los valencianos se sienten muy orgullosos. Tiene un centro histórico de los más grandes de Europa, lleno de edificios y palacios perfectamente conservados, algunos de los cuales datan del siglo XV, al igual que la Universidad y la Lonja de los Mercaderes.
Alrededor de la ciudad se extiende una de las huertas más fértiles de Europa, que han mantenido intacta desde la época árabe, y que ahora se distribuye en pequeñas parcelas que se dan en usufructo a sus pobladores para que las cultiven en sus tiempos de ocio, como hacemos allí. Un Mercado del Pescado que te deja sin aliento, y una artesanía tan variada, como extraordinaria, cuya tradición viene de siglos.
Créeme, esto no tiene nada que ver con el “sol y playa”, que describen allí los reclamos turísticos. Es mucho más: es el Mediterráneo en estado puro. Por eso llevo aquí trece años ya, y, sinceramente, no creo que pueda vivir nunca en otro lugar. Jeg gir deg en klem.
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