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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Morir

No es nada fácil encontrar el tono adecuado y evitar los panegíricos en los obituarios de los diarios

Ramon Besa
Nada me abrumaba más en mis tiempos de monaguillo que los entierros camino del cementerio.
Nada me abrumaba más en mis tiempos de monaguillo que los entierros camino del cementerio.CARLES RIBAS

Nada me abrumaba más en mis tiempos de monaguillo de pueblo que los entierros, sobre todo el desfile plañidero mientras doblaban pesadamente las campanas camino de un cementerio que daba pánico, convencido como estaba entonces de que había muertos que no descansaban en paz ni dejaban dormir, sino que aullaban como lobos las noches de tormenta. Tenía un miedo cerval al enterrador malcarado y a su mula, al carro mortuorio envuelto en unas cortinas negras y a la casulla morada del capellán, como si fueran portadores de la muerte, difícilmente reconocibles como parte de la vida. Yo les creía fatalmente elegidos para un ritual que me daba grima.

El miedo me duró hasta que pude escribir sobre la muerte y hablar de los muertos. Nada mejor para combatir el silencio sepulcral que la palabra. Me aficioné a leer las esquelas y después las necrológicas y/o obituarios de los diarios. Ahora mismo me parece un género muy agradecido para el periodista. Hubo un tiempo en que eran cortas e incluso anónimas, muy precisas e impecables, como si las hubiera escrito el forense de turno, para después degenerar en hagiografías o ejercicios de vanidad por no decir de egolatría del firmante de la nota. No es nada fácil encontrar el tono adecuado y evitar los panegíricos.

El laudo puede llevar a la deslealtad y se puede caer en el sentimentalismo, y hasta la cursilería, por la intensidad con la que se escribe sobre el conocido difunto. Acostumbra a pasar que la muerte de un amigo se convierte en una excusa para hablar de uno mismo y no de aspectos que ayudan a comprender mejor al finado, expuesto igualmente a ser ninguneado o agrandado en función del papel disponible y de los demás muertos del día. Ha habido mediocres elevados a la categoría de figuras, celebridades que han sido rebajadas a gente corriente, también se cuentan ignorados, y hay entierros que duran semanas en la prensa.

Las secciones clásicas de los diarios se mueren como los muertos y por el contrario nacen cabeceras más elásticas y permeables, vivas como un recién nacido, tan genéricas que encajan por igual a los que se van y a los que se quedan. Independientemente de dónde vayan o las pongan los que mandan en las redacciones y sea mejor o peor quien las escriba, se pide que las necrológicas no digan mentiras o tengan datos erróneos. Ante la desmesura, se impone el rigor, o una cierta objetividad, como si el difunto fuera a leer la nota sobre su propia muerte y por tanto tuviera el derecho a réplica.

Hubo uno que se tomó tan al pie de la letra las instrucciones sobre la necesidad de no cometer errores con la lista de espera que decidió llamar al candidato a morir para contrastar su biografía

Recuerdo a un redactor jefe que no soportaba ver a los becarios de brazos cruzados, de manera que cuando no tenían encargo o propuesta, les mandaba preparar obituarios a partir de una relación de candidatos elegidos por una cuestión de edad. Hubo uno que se tomó tan al pie de la letra las instrucciones sobre la necesidad de no cometer errores con la lista de espera que decidió llamar al candidato a morir para contrastar su biografía. No tuvo reparo en descolgar el teléfono, marcar el número y presentar: “Mire usted: estoy preparando su necrológica y no querría cometer ningún error porque me juego el puesto de trabajo”. Tan cierto como que no hubo respuesta del aludido, que colgó al becario para después pedir por el redactor jefe y advertirle que jamás volvería a tratar con el diario. Ha pasado una década desde entonces y viven, y muy bien, el becario, el redactor jefe y también el muerto.

No sé hasta qué punto ha disminuido la morbosidad. No tengo duda en cambio de que alrededor de la muerte se ha montado un negocio muy sofisticado y que cuesta dinero. Hay funerales a la carta, también a la antigua, y despedidas muy sorprendentes. Leo en la última página de El Punt Avui, del pasado 20 de enero, una entrevista de Gemma Busquets con Vicenzo Rusciano, un napolitano cofundador de Heavenote, “un sitio web que permite enviar mensajes de despedida a familiares y amigos una vez muerto”. “La herencia de nuestros abuelos eran fotos o cajas de papel: todo físico”, explica Rusciano. “Nuestra herencia figura en diversos formatos digitales (…) y vete a saber si está colgada: en el disco duro de tu ordenador con una contraseña o en una cuenta de Dropbox o en Google Drive, y en algún momento se debe gestionar este rastro digital”. Y remata: “Todos tenemos la necesidad de decir adiós”.

Al final cada uno podrá escribir también su propia necrológica, cosa que no quiere decir que sea fiel a su historia, y es posible que los haya también que puedan despedirse de la vida. Un columnista por excelencia como Josep Maria Espinás recordaba a partir de una nota de sus compañeros de El Periódico que momentos antes de morir el economista José Luis Sampedro dio las gracias a los presentes y decidió tomar un campari, “un último deseo para decir adiós a los pequeños placeres de este mundo y entrar felizmente en el otro”.

No es que me haya dado un ataque de pánico ni sea consciente de tener una depresión, sino que últimamente me puede la melancolía, a veces incluso la rabia, y procuro combatirlas con sentido del humor, nada de frivolidades. La muerte reciente de Luis Aragonés, y el jueves de Tatiana Sisquella, así como el aniversario del fallecimiento de Agustí Fancelli —el adorable Maese al que el domingo recordamos en un encuentro amable y copioso organizado por Blanca y al que Sergi Pàmies le dedicó en La Vanguardia del día 24 de enero el mejor escrito que he leído sobre el género periodístico en cuestión— me han llevado a reflexionar y a mirar de nuevo al cementerio de mi pueblo.

Ya no le tengo miedo, acaso mucho respeto. Apenas conozco al enterrador, el féretro viaja en coche, el cura va sin la casulla morada, las campanas repican menos y por el camino ya no se guarda silencio. Me encanta, sin embargo, el pudor con el que la gente se sigue refiriendo todavía a la muerte. Uno se muere de viejo, de un mal dolent o porque le tocaba. Así de sencillo.

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Sobre la firma

Ramon Besa
Redactor jefe de deportes en Barcelona. Licenciado en periodismo, doctor honoris causa por la Universitat de Vic y profesor de Blanquerna. Colaborador de la Cadena Ser y de Catalunya Ràdio. Anteriormente trabajó en El 9 Nou y el diari Avui. Medalla de bronce al mérito deportivo junto con José Sámano en 2013. Premio Vázquez Montalbán.

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