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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un sorollismo interminable

Lo que salta a la vista es que todos los valencianos huyeron de aquí cuando se les presentó la ocasión

A estas alturas de la corrida (y no me refiero a la que montó el primer espada de Castellón, Carlos Fabra), y encima en vísperas electorales, tal vez convendría disparatar sobre dos o tres asuntos, volando bajo, como siempre, lo que muchas veces resulta más que conveniente.

La valencianidad es uno de ellos, quizás el primero, porque alude a alguna sustancia de origen, que no de ejercicio, que nos diferenciaría del resto de los humanos. Cuando se hojea alguna recopilación contemporánea sobre valencianos ilustres en el mundo, lo primero que salta a la vista es que todos huyeron de aquí en cuanto se les presentó la ocasión. Valencianos, sí, pero cuanto más lejos de la terreta, mejor, debieron considerar en su momento. Ya lo cantó Lluís Llach: més lluny, cal anar més lluny. Y eso le diría yo, en efecto.

Y en cuanto a la leyenda del meninfotisme, pues qué quieren que les diga. Blasco Ibáñez, mediocre escritor y gran tribuno, del que tanto se burlaba Valle-Inclán, es precisamente ejemplo de todo lo contrario, ya que no todos los madrileños se largan a la Pampa argentina a fundar una ciudad (qué diferencia con otros ilustres valencianos dispuestos a perforar cuatro pozos en Nicaragua sin conseguirlo), y otro tanto puede decirse de un misionero como Vicente Ferrer, que ahora destrozará en una serie televisiva Imanol Arias. Más cerca de nosotros en el tiempo, sería temerario atribuir semejante característica a un Juan Villalonga, sobre todo ahora, cuando de vuelta ya de casi todo se dispone a adquirir nuestro Valencia C. de F. a cuenta de un consorcio árabe más o menos, que esos sí que son emprendedores. Y en cuanto a Calatrava y sus despropósitos en cada ciudad que pilla a tiro, parece que hasta sus seguidores empiezan a hartarse de sus multimillonarias ocurrencias de tebeo en tres dimensiones, y hasta en cuatro si hiciera falta, pero no eso no es obstáculo para asegurar que no es el meninfotisme la característica básica ni secundaria de su bizarra actitud, y allá se las compongan otros, sean valencianos o de las Islas Caimán. Y en cuanto a Sorolla, pues ya me explicarán. Pudo haber sido un excelente retratista y se conformó con el siempre rentable reciclaje en el costumbrismo folklórico, lo que tiene mucho mérito y requiere alejarse también de la gandulería.

Más recientemente, y a fin de proporcionar una explicación al localismo como mediocridad confortable, se puso de moda recurrir a la noción de autoodio como el constructo capaz de aclarar la actitud del pueblo valenciano ante la vida (así, en conjunto, cogiditos todos de la mano), la realidad de lo valenciano y hasta su previsible futuro, en una teorización precaria que algo debía a Joan Fuster pero también al Sartre que escribía sobre la “mala fe”. Y eso que Fuster no era Sartre precisamente. Pero era.

Algo que ignora ese Jorge Bellver, portavoz de lo suyo, que —en vísperas electorales— proclama que al posible tripartito valenciano le mueve el odio hacia el PP. ¿Y no será, a la vista de lo que nos han hecho, que el PP odia a los valencianos?

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