Descenso a las entrañas de Madrid
Cientos de grutas, galerías y túneles recorren los espacios subterráneos de Madrid y albergan, desde hace siglos, secretos de la vida cortesana y clandestina.
Pocas personas conocen que Madrid fue edificado sobre siete colinas. Desde hace un milenio y hasta nuestros días, permanecen perforadas por kilómetros de oscuros pasadizos, surcadas por tenebrosos túneles. De algunos se sabe hasta dónde conducen. Pero, de muchos otros, nadie parece conocer los sombríos parajes donde finalizan… si es que terminan en algún lugar. Unos son visitables; otros, simplemente visibles en sus bocas. Parecen recorrer caprichosamente el subsuelo madrileño pero en su origen, casi todos tuvieron una función práctica: refugios, prisiones, arsenales, archivos; o bien, canales de agua, cavas para vino, despensas y fresqueras para alimentos… Aunque casi todos se veían signados por una misma necesidad: la reserva que implica el secreto de algo valioso. Hasta 145 kilómetros de viajes de agua, galerías soterradas y declinantes construidas por los musulmanes a partir del siglo X, saciaron la sed de los madrileños hasta el siglo XIX, en que fueron sellados. Sus respiraderos, llamados capirotes, aún pueden verse en los parques de Fuente del Berro y Dehesa de la Villa.
Sin embargo, el imaginario colectivo de Madrid asocia muchos otros pasadizos a vías de escape de conventos, grandes palacios, embajadas o cuarteles que, en número superior a trescientos, ocuparon el centro del caserío madrileño a partir del siglo XV. Es el caso del túnel que cruzaba desde los sótanos de la casa de los Vargas, en la plaza de la Paja, hasta la Capilla del Obispo y de allí se adentraba —y aún se adentra— en los tenebrosos meandros que conducen a parajes desconocidos de las entrañas de la ciudad hacia poniente.
El mismo túnel sirvió en los años setenta del siglo XX a unos ladrones para penetrar en la cripta del bellísimo templo gótico y expoliar numerosos enterramientos bajomedievales que en su interior albergaba: cruces, espadas, cotas de malla, armaduras y otros arreos de caballeros fueron sustraídos de sus sepulturas.
Bajo el palacio, hacia el convento
Otro de los más célebres pasadizos conectaba —y conecta aún, pese a hallarse desvencijado por las obras de la plaza de Oriente— el convento de la Encarnación con el antiguo Alcázar de los Austrias, incendiado en un pavoroso incendio en la Navidad de 1734, precursor del actual Palacio Real. El esplendor de este pasadizo de amplias galerías, iluminadas con hachones impregnados de brea, fue resaltado mediado el siglo XVII por el nuncio papal Barberini, que detalló las obras de arte, rubricadas por pintores de la Corte, que decoraban sus muros. El túnel, articulado en varios codos, arrancaba de las cocinas del viejo Alcázar. Constó como pasadizo de la Encarnación en el célebre Plano de Teixeira. Servía para que el rey se desplazara en invierno a los oficios religiosos del monasterio aledaño sin salir a la calle.
Una apócrifa leyenda asegura que una parte de estas galerías permanecía inundada por el agua y servía para que, embarcado en una góndola, el lúbrico monarca Felipe IV se desplazara por ella para flirtear con una novicia enclaustrada en el cercano convento. El rey se había hecho tristemente célebre por acosar a una monjita del convento de San Plácido, que se fingió muerta para huir de su regio acosador.
En el ala oeste del Palacio Real, sobre el Campo del Moro, cabe ver aún la trampilla de la boca de un pasadizo que unía el jardín palaciego con un escape en dirección a la Estación del Norte y la Casa de Campo. Otro gran túnel contiguo al jardín, hoy sepultado al culminar las obras de la M-30, fue empleado por José I Bonaparte para acceder al palacete de los Vargas, aún en pie junto a la puerta del Rey de la Casa de Campo. Fue este un antiguo pabellón de caza donde el monarca impostor se sentía más seguro que en palacio y holgaba con una actriz de nombradía, amante suya.
También en las inmediaciones del Palacio Real adquirió nombre un entramado de túneles situado en el ala oriental y por el cual, el rey Alfonso XII salía de incógnito a visitar la ciudad. “Quién será ese buen mozo quién será, con la capa de seda… No es el número uno ni es el número dos, es el número doce por la gracia de Dios”, cantaba la coplilla referida a las secretas salidas a la ciudad del joven y apuesto monarca. Una de las bocas de la red de pasadizos secretos palaciegos iba a parar a una estancia que, con el tiempo, sería restaurante-mesón-cava, hoy desaparecido, que adoptó el nombre de Torre-Narigües, situado en la calle del Factor.
Se sabe que a través de los túneles que perforan el subsuelo del Madrid de los Austrias, se escabullía de sus perseguidores el famoso bandolero decimonónico Luis Candelas, ex alumno del casi tricentenario Instituto San Isidro. Por cierto, en el claustro barroco de este centro docente situado en la calle de los Estudios, junto a la de Toledo, cabe ver el acceso al pasadizo donde, en una jornada de furia popular registrada en el primer tercio del siglo XIX, fueron asesinados y sepultados algunos frailes a los que se acusó de envenenar fuentes cercanas.
La política, la diplomacia y las acciones militares, apremiados siempre por el secreto, parecen convertirse en la razón de ser del empleo de muchos ámbitos subterráneos. Así, en la calle de Alcalá, en los bajos del Ministerio de Hacienda, cabe ver en el llamado pasaje de la Aduana, una puerta situada a pie de edificio. Tiene barrotes de hierro y por una honda escalera da acceso a la estancia subterránea desde donde Julián Besteiro, dirigente socialista, dirigió el mensaje en el que planteaba la rendición de las tropas del coronel Segismundo Casado al general golpista Francisco Franco, a fines de marzo de 1939. Todo el espacio ha sido cuidadamente musealizado. No lejos de ese enclave, en la Gran Vía, profundos túneles hoy cegados recorrían el subsuelo del edificio donde se hallaba la Unión Radio, precedente de la SER. Aquellos sótanos fueron elegidos para instalar una emisora clandestina de la llamada quinta columna.
Un búnker para Franco
En la plaza de la Marina Española, en el subsuelo del lugar donde se levanta el edificio del Senado, existió una antigua galería de tiro utilizada por los militares de un cuartel decimonónico cercano. Éste se hallaba instalado junto a una casona empleada por la Inquisición hasta 1820, trufada a su vez de mazmorras soterradas.
La galería bajo el Senado fue reutilizado por Franco como búnker subterráneo durante la fase más aguda de su mandato, el año 1946, cuando Francia cerró su frontera pirenaica con España, entre otras razones por el alineamiento franquista con Hitler y Mussolini durante la Segunda Guerra Mundial y, en lo inmediato, por el entonces reciente fusilamiento de Cristino García Granda, guerrillero comunista español y maquis en Francia contra la ocupación nazi, galardonado por ello como Caballero de la Legión de Honor.Cristino había sido capturado por la policía de Franco en la calle de Magallanes y fue fusilado con varios guerrilleros más tras comparecer en un Consejo de Guerra sumarísimo. Franco temió en aquellos días que los aliados pudieran emprender alguna acción militar para derrocarle.
Por otra parte, siete plantas por debajo del Banco de España, una oscura galería en desuso aloja una discreta línea de ferrocarril conectada a los accesos a su cámara acorazada subterránea. A pocos metros en línea recta, los sótanos de la Casa de América, hace dos décadas, fueron escenario de extraños ruidos y acaecimientos sonoros que desataron especulaciones sobre viejas historias allí sepultadas.
Subterráneos bajo el Congreso
Entre los pasadizos más vistosos de Madrid destaca el que, lujosamente decorado, conecta el Palacio de Congresos con oficinas de grupos parlamentarios situadas en la antigua sede del Banco Exterior de España. El túnel cruza bajo la carrera de San Jerónimo. Gracias al pasadizo, se agiliza la profusa burocracia que el Parlamento genera. Por cierto, bajo el enorme edificio que alberga el hemiciclo, existe una trama arquitectónica subterránea de más de un centenar de columnas de ladrillo y piedra, de hasta cinco metros de altura, que perteneció al antiguo y hoy soterrado templo del Espíritu Santo.
Bomberos jubilados del cuartel de la Puerta de Toledo recuerdan que, años atrás, siempre que un aguacero descargaba sobre Madrid, acudían obligadamente a algunas bocas de alcantarillas que desaguaban al río Manzanares: casi siempre encontraban allí uno o dos cadáveres recientemente arrastrados por las poderosas corrientes subterráneas. Pertenecían a poceros sorprendidos por las riadas que, cuando el cielo jarrea sobre Madrid, recorren torrencialmente el subsuelo de la ciudad. Ellos, los poceros, son los sufridos moradores de tan sombríos espacios.
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