Nostalgia de la picardía
Sicalíptica y desenfadada, ‘La Corte del Faraón’ reivindica el sentido del humor
La ironía que desborda una zarzuela bíblica como La Corte del Faraón comienza en esta ocasión en la ubicación. La comedia musical más prohibida durante la etapa franquista se desarrolla con el Palacio Real al fondo, y el recuerdo (para algunos: los de más edad) de las apariciones de Franco en uno de los balcones para saludar a sus seguidores. Todo eso es ahora un decorado monumental del que se asombran los mismos intérpretes al comenzar la representación. El sentido burlón no deja títere con cabeza y salpica al mismísimo Giuseppe Verdi con la parodia del Ritorna vincitor de Aida. Con la sustancial diferencia de que el héroe Radamés llega en plenitud de facultades sexuales en la ópera y Putifar dañado en sus partes…, ustedes me entienden. El descaro de la revista aparece una y otra vez. En el delirante trío de las viudas, en el apocalíptico sueño del Faraón, con baile del garrotín incluido. Jesús Castejón domina un tipo de espectáculo lírico y teatral escorado en esta ocasión hacia el humor disparatado.
Tiene en Ricardo Sánchez Cuerda un colaborador de enjundia desde una escenografía sencilla y eficaz, en Nuria Castejón una coreógrafa con oficio, en Carlos Aragón un director musical con vitalidad. Y, entre los cantantes, Angel Ruiz es la revelación de la noche como Casto José, Juan Manuel Cifuentes derrocha comicidad a raudales, Marco Moncloa y Eduardo Carranza demuestran en cada escena su conocimiento de género, y Milagros Martín, en fin, palpita y se hace zarzuela en estado puro hasta en la manera de abanicarse como Reina. Por una vez hay que dejar aparcadas a un lado las limitaciones de la perfección del sonido o de la excelencia interpretativa. Hay que dejarse llevar por la enjundia de una obra tan original como la de Vicente Lleó (su nombre bien merecía una línea en la hoja que se reparte con la ficha artística). Castejón es mucho Castejón y la guía certera por los entresijos del espectáculo está garantizada.
La laguna principal de la representación está, al menos desde mi punto de vista, en la escena de los cuplés babilónicos. Tal vez, y pido disculpas por ello, la sombra de la historia —o la edad, simplemente— me ha jugado en esta ocasión una mala pasada y me he puesto a recordar desenfrenadamente a grandes vedettes en el papel de Sul (Esperanza Roy, sin ir más lejos, en las representaciones del teatro de La Zarzuela en 1999). Es injusto quizás hacer comparaciones pero en la escena del Ay Ba.., Ay Ba.., se echa de menos la picardía, la insinuación. La coreografía de estilo gimnástico-televisivo no favorece tampoco el toro que tiene que lidiar la cantante. María López echa el resto y hay que agradecérselo, pero le falta malicia y le sobra ballet. El espectáculo, en cualquier caso, funciona en su totalidad y pone una nota de relajación y simpatía en las noches madrileñas de verano.
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