Todas las caras del río
El viejo cauce del Turia en Valencia cambia los deportistas del día por marginados de la noche El jardín no es ya el punto caliente de hace una década La crisis, el urbanismo y la vigilancia policial lo han cambiado
Miles de deportistas, niños y mayores toman de día los casi nueve kilómetros y 110 hectáreas de superficie del Jardín del Turia de Valencia, uno de los parques urbanos más singulares de España. A modo de columna vertebral, el viejo cauce atraviesa la capital de este a oeste. No tiene puertas, solo un puñado de rampas o escaleras de acceso y una veintena de puentes para salvar este cañón situado a seis u ocho metros por debajo del asfalto.
Cae la noche y el viejo cauce cambia de textura. Seco desde que se fue desviando después de la desgraciada riada del 57 fue reconvertido en parque urbano en 1986. El gentío diurno vuelve a casa cuando anochece y entonces el jardín cambia de aspecto y aloja a los que poco tienen que perder, a los que se esconden o buscan tranquilidad. Solo los sin techo, chaperos y algún que otro despistado se aventuran por este edén que se torna inhóspito por la noche. Dos mundos paralelos en un solo espacio.
Daniel es uno de esos huéspedes del cauce. Voluntarios de Amigos de la Calle, una asociación que cada domingo reparte comida y ropa a cerca de 300 sin techo repartidos por las calles, hacen su parada semanal y le ofrecen sopa, café y bocadillo. Cuando en 2007 perdió su trabajo de camarero en un hotel de Castellón y luego agotó los pocos meses de paro a los que tenía derecho, se quedó en la calle. Alguien le dijo que en el río se estaba bien y allí vive, salvo algunas idas y venidas, desde hace tres años.
A veces hay cinco u ocho sin techo pero han llegado a ser 20, según la temporada. La noche es gélida y Daniel espera la llegada de los voluntarios a pocos metros de uno de los edificios emblemáticos del Jardín del Turia. Cerca de donde duermen se mueven algunos gatos, que sirven para ahuyentar las ratas que campan por los alrededores.
Los ‘huéspedes’ del viejo cauce van cambiando según las horas
“No, sopa no. La verdad es que debería…”, le dice Daniel a Esther, una de las voluntarias. Pero prefiere el bocadillo y el café descafeinado caliente que le ofrecen. La noche es gélida. “Cuando llevas tiempo aquí te acostumbras. Es mejor dormir abajo que arriba. Puedes dejar tus cosas, que no te las quitan, tienes agua a mano para lavar la ropa y si llueve te puedes meter bajo los puentes. Yo no podría meterme en otro sitio. Es tranquilo”, explica. “No hay puertas ni ventanas pero tengo intimidad”, añade.
Les han tirado en alguna ocasión del río pero el trato con las fuerzas del orden es correcto. “No es lo peor”, confiesa de su vida en la calle. “Lo peor es que no hay trabajo, no veo futuro”. Se busca la vida aquí y allá, y a veces puede procurarse dormir a cubierto por poco dinero. Pero la incertidumbre, el paro…, no cesan de perseguirlo. Con 39 años y sin hijos a su cargo no tiene derecho a ningún subsidio.
Hace un año viajó al norte. Recorrió albergues de Cantabria, Cataluña, Aragón y Castilla y León “pero te devuelven siempre a tu lugar de origen”, dice. Ahora no hay nada. Ha aparcado coches en la época de vacas gordas, en la que era fácil sacarse decenas de euros. Ha ido a la vendimia en Montpellier y ahora especula con la posibilidad de un empleo en Fallas. Los fines de semana se le puede ver a la puerta de algunas parroquias pidiendo aunque la competencia es dura. “Cada vez hay más gente como yo buscándose la vida”, cuenta.
Desde su refugio ha visto de todo. Decenas de jóvenes haciendo botellón cuando llega el buen tiempo. Pandillas con el estéreo a todo volumen e incluso algún que otro loco suelto.
“¿Tres sopas?”, preguntan de nuevo los voluntarios dos o tres puentes más allá. Se dirigen a dos senegaleses y un marroquí que de día se ganan la vida de gorrillas (aparcacoches) y de noche se cobijan bajo el soportal de uno de los escasos chiringuitos que funcionan de día en el jardín. Los fines de semana, sobre todo de buen tiempo, está de bote en bote y despacha refrescos, cafés, paella y bocadillos. Cuando se pone el sol protege del viento y la humedad a estos tres, a veces cuatro, inmigrantes.
Por la noche, el jardín aloja a los que tienen poco que perder
Liados con mantas y sacos intentan sortear el frío y la humedad de mil demonios de este ventoso febrero. “Hace frío”, responde el único hablador del grupo cuyo nombre se pronuncia Yaya, abuela en castellano. Los otros dos no se inmutan. Se acuestan pronto porque tienen que levantarse temprano para quitarse del medio.
Mientras espera la sopa, Yaya explica que hasta hace poco se ganaba la vida en las campañas de recolección de la naranja, pero este año aparca coches en Valencia porque da más dinero. Dentro de unos meses se irá a Lérida a recoger fruta por 5,5 euros la hora. Antes dormía arriba, unas calles más allá, pero las quejas de los vecinos y la constante presencia policial no le dejaban en paz y optó por bajarse al río en busca de tranquilidad. Hace más frío pero aquí abajo no le molestan.
Yaya tiene un hermano en Murcia que lo aloja a veces, cuando trabaja en los invernaderos, pero tiene novia y al él no le gusta molestar. “Cada uno, su vida… y ya está”, dice rodeando con las manos el vaso de sopa para entibiarlas. “Tómala. Está muy buena, muy caliente”, le anima otra de las voluntarias. “Muchas gracias”, se despide Yaya.
A diferencia de hace seis años, la policía ya no considera el Jardín del Turia un punto caliente, no tan conflictivo como el barrio chino de Valencia o algunas calles de los poblados marítimos, donde se concentra el negocio del menudeo de droga o el trasiego de chatarra. Prácticamente no hay droga en el cauce ni la concentración de camellos que había en el cercano solar de Las Cañas. Un gran número de tramos está iluminado y los que están a oscuras es porque algún avispado ha robado los cables y el Ayuntamiento no los ha repuesto todavía. Da miedo transitar por estos caminos a oscuras por la cantidad de recovecos del jardín. De hecho, la policía lo considera un lugar laberíntico por el que los delincuentes de poca monta se escabullen con facilidad.
Un grupo de bolivianos ensaya por la noche el baile de la ‘morenada’
No siempre fue así de tranquilo. Hasta hace seis años, el jardín amparaba de noche a pequeños traficantes que vendían droga a pocos metros de donde ahora está el Parque de Cabecera. La zona más conflictiva estaba entre el barrio de Campanar y el puente 9 d'Octubre, el primero que Santiago Calatrava construyó en Valencia. La presión policial contra el tráfico de estupefacientes en Velluters, fue la que provocó el éxodo de los camellos primero al cauce del río y luego al barrio marinero de El Cabanyal.
El río acogía entonces a decenas de inmigrantes en un asentamiento conocido en toda España por su tamaño. Al final se desmanteló porque crecía sin cesar y las Administraciones lo consideraron un polvorín. Unos cuantos puentes aguas abajo, en los aledaños del puente del Real, justo debajo del Jardín de Viveros, había entonces y continúa hoy un espacio de contactos y prostitución homosexual. Se producen encuentros casuales —incluso quedadas por internet, aseguran algunas fuentes— y otros previo acuerdo del precio del servicio, muy barato.
No es difícil notar su presencia. A veces se ofrecen o invitan a mantener relaciones al paseante solitario. Utilizan, para evitar las miradas indiscretas, la zona de arbustos más densas del jardín, sobre todo en los laterales del puente, cerca de los muros.
Las cosas han cambiado de una década a esta parte. La crisis, el frío y la vigilancia policial han mermado la presencia de los sin techo y desde luego de los vendedores de droga. Fuentes municipales explican que la apertura del Parque de Cabecera y del Bioparc, el nuevo zoológico, proyectos que cierran el Jardín del Turia por el oeste, han limpiado la zona. El nuevo retén policial en el Parque de Cabecera es disuasorio y el Ayuntamiento de Valencia ha anunciado una treintena de cámaras de vigilancia en los accesos del río para dar más seguridad.
Los Amigos de la Calle reparten comida y ropa cada domingo por el río
Según fuentes policiales, los únicos delitos que se dan en el cauce, y de día, tienen que ver con el robo de bicicletas y hurtos a los que dormitan en el césped o se alejan en exceso de sus pertenencias. Son los descuideros, que aprovechan el despiste para apropiarse de carteras, móviles y otros objetos de valor.
Por la noche no se producen apenas delitos porque la gente no baja al cauce. Es un sitio que inspira inseguridad ya sea o no inseguro en realidad. La poca iluminación en contraste con el resto de la ciudad, el poco tránsito de personas y el efecto disuasorio que ejerce el encontrarse bajo el nivel de la calle, provoca miedo en la inmensa mayoría de la población.
Si algún colectivo le saca partido a este cañón son los grupos de inmigrantes. A la altura de la Estación de Autobuses de Valencia, bajo el cauce, un grupo de 20 bolivianos ensayan un baile pese a lo fría que está la noche. Es la morenada, una danza típica boliviana, que se representa en Carnaval. Ensayan hasta la madrugada. Mónica, bailarina que dirige al resto del grupo, explica que es una danza que representaban los esclavos durante la colonización española. Bailan en filas, ataviados con trajes anchos que pesan hasta 20 kilos, y con las matracas imitan el sonido de las cadenas que llevaban hace siglos. Obviamente ensayan sin sus galas, con ropa de calle. Es un baile declarado patrimonio oral e intangible de la Humanidad por la Unesco.
“Ocupamos el río por el campo que hay y porque la música no molesta a nadie. Además, no cuesta dinero y la policía no pone pegas. Si sigue hasta el final, usted verá muchos ensayos de baile esta noche”, cuenta Mónica.
En las antípodas de Daniel están Julián, Andrés, Roberto y Marta, con edades de entre 17 y 27 años. Patinan habitualmente en la única pista de skateboarding, en la modalidad de street, la única de la ciudad que reproduce bordillos, escaleras y obstáculos típicos de la calle. Si les pillan por el centro de la ciudad les multan hasta con 100 euros y les retiran el monopatín. “Dentro de poco nos apagan las luces”, protesta Julián, que reclama al Ayuntamiento más tiempo de luz para usar la pista. En otro punto del río, al lado de la turística Ciudad de las Artes y las Ciencias hay otros skaters, que patinan también hasta altas horas de la madrugada. “¿Es seguro patinar tan tarde por aquí?”. “Bueno, por lo general sí, pero el otro día bajaron dos tipos mal encarados que daban pánico”, responden. Pero su preocupación principal es que los servicios municipales limpien mejor la pista para que las frutillas que tiran los árboles no les atasquen las ruedas y caigan. “¡Ahh!, y que instalen desagües porque cuando llueve aquello se convierte en una auténtica piscina”.
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