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FERIA DE SAN MIGUEL

¡Me voy, que pierdo afición!

Una mansa y descastada corrida de Alcurrucén y una terna con pocas ideas dieron al traste con el segundo festejo de San Miguel

Antonio Lorca
El Cid dio una voltereta en la lidia de su primer toro en Sevilla.
El Cid dio una voltereta en la lidia de su primer toro en Sevilla.GARCÍA CORDERO

Acababa de doblar el quinto de la tarde, con el que Sebastián Castella había coprotagonizado un tostonazo de aquí te espero. Un sabio aficionado sevillano, abonado de toda la vida en la delantera de palco, se levanta, guarda la almohadilla debajo del brazo, y, con cara circunspecta, se dirige a los que le rodean y suelta la sentencia de la tarde: “Me voy, que estoy perdiendo afición…!” Y enfiló escalera abajo camino de su casa con la sana intención de olvidar lo vivido en las últimas dos horas. Una huida a tiempo puede ser una victoria. Mejor irse en el quinto que no volver.

No cabe máxima más exacta para resumir lo ocurrido ayer en la plaza de la Maestranza. Pero un vecino cierra el círculo: “Estas corridas habría que prohibirlas”.

El de este sábado fue uno de esos festejos que se celebran para perder la afición. Toros de sangre desechable, mansos a rabiar, sin una gota de casta y bravura en las venas, borrachos de sosería y sin conocimiento de la codicia, la acometividad, la clase… La ganadería de Alcurrucén ha hecho méritos suficientes para no volver a pisar esta plaza en unos años. Y ojalá así sea, aunque no fuera más que para velar por la afición de los que pocos que van quedando. Toros de desecho y toreros soporíferos, aburridos, náufragos de una espantosa vulgaridad, pegapases inmundos, escasos de técnica, sin repajolera gracia en sus muñecas, pesados y siempre ventajistas.

La ganadería de Alcurrucén ha hecho méritos para no volver a la Maestranza en años

A pesar de todo, y aunque parezca incomprensible, el público aplaude de vez en cuando. Y da la impresión de que lo hace por no llorar; o, tal vez, para espantar el sopor. Pero son todas palmas de puro compromiso, sin ganas, porque el torero termina una tanda de horrendos mantazos y mira a los tendidos pidiendo árnica. Y la gente, bondadosa ella, piensa “bueno, vale”, y da cuatro palmas que suenan lejanas. Así, para ahuyentar el aburrimiento, se entiende, además, que se aplauda un par de banderillas en los costillares, un picotazo trasero, un mantazo que quiso ser verónica… En fin…

A pesar de todo, los toreros no parecen perder la ilusión. De otra manera no se entendería, por ejemplo, que los tres matadores brindaran uno de sus toros al respetable. ¿Qué habrían visto? ¿Qué es lo que brindaban? He aquí un misterio. Castella, por ejemplo, brindó la muerte del quinto, al que citó en la boca de riego con un pase cambiado por la espalda, pero el toro siguió trotando al modo cochinero y se refugió en las tablas del otro extremo del diámetro. Y ahí comenzó un espejismo de faena ante un toro sosísimo, y el diestro explicó con todo lujo de detalles lo que es un tostonazo. Se entiende, pues, que el buen aficionado decidiera marcharse antes de que le diera un arrechucho. “¡Qué emoción…”, gritó una voz del tendido cuando el mismo torero trataba de meter en la muleta al segundo, que pasaba por allí como de paseo, pero sin intención alguna de obedecer al cite. La porfía fue inútil e insulsa.

También brindó El Cid el cuarto de la tarde al público. ¿Qué le vería? Por lo que hizo a continuación, nada. El diestro de Salteras ha sufrido una preocupante metamorfosis. Es una sombra de lo que fue. Ha perdido seguridad, elegancia, serenidad, mando e inspiración. El Cid se ha convertido en un torero del montón. Se lo comen las prisas, las tandas son tan cortas que parecen invisibles, los pases los traza excesivamente despegados, y todo resulta deslavazado y sin orden. Nada dijo en este cuarto, y se libró de una cornada en el primero, —otra vez acelerado y vulgar—, que lo avisó por el lado izquierdo hasta que se lo echó a los lomos, lo volteó de fea manera y le lanzó un par de derrotes que, afortunadamente, no hicieron blanco en la carne.

También brindó Daniel Luque su primero, y en los dos se mostró decidido y entregado, pero, entre la sosería de sus oponentes y sus formas heterodoxas, tampoco dijo nada.

Lo dicho: hay corridas que merecen ser prohibidas; aunque no sea más que para no se pierdan más aficionados…

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Sobre la firma

Antonio Lorca
Es colaborador taurino de EL PAÍS desde 1992. Nació en Sevilla y estudió Ciencias de la Información en Madrid. Ha trabajado en 'El Correo de Andalucía' y en la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA). Ha publicado dos libros sobre los diestros Pepe Luis Vargas y Pepe Luis Vázquez.

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