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Los fieles siempre vuelven al Azkena

Ozzy Osbourne repite y consigue más laureles gracias a los rescoldos de Black Sabbath

Ozzy Osbourne, durante el concierto del Azkena Rock Festival.
Ozzy Osbourne, durante el concierto del Azkena Rock Festival.A. Ruíz de Hierro (EFE)

En el ecuador de la undécima edición del Azkena pareció crecer la afluencia de público frente a las 12.500 personas de la víspera. Aumentaron las tiendas de campaña por metro cuadrado en el monte de la Tortilla, visiblemente más abarrotado. Surgían, como setas bajo toldos, grupos de colegas convocados a través del foro del festival, llegados de todos los rincones de España, alimentados por los rezagados que se incorporaban hoy y que eran recibidos con vítores y kalimotxo frío. Se multiplicaban las espaldas enrojecidas por un sol inclemente que no dio tregua y que los sacó a todos de sus tiendas, horneaditos y recién hechos, antes de las diez de la mañana. Pero hubo algo que no subió, y esa fue la media de edad. Se confirmaba así que el público de esta edición es más joven que en anteriores ocasiones. Es innegable que el cartel es menos potente, pero la devoción por la buena música es la misma y los de siempre repiten: este año ha alcanzado por igual a cuadrillas de adolescentes y a nostálgicos rockeros de pura cepa. Dos de ellos lo comentaban en la zona de acampada: “Este año me siento más abuelete”. Pero entonces llegaron Ozzy y sus amigos y compensaron la balanza generacional.

La rescisión de la ansiada gira de los Black Sabbath dejó sobre el escenario a Ozzy Osbourne, que ya abrió el año pasado el festival alavés. El británico estuvo acompañado de algunos amigos para no quedarse solo lanzando los habituales cubos de agua con los que aprovecha para remojarse la cabeza cada cinco minutos. El desmesurado Ozzy levantó la jornada cambiando el cartel que suele hacer de fondo del resto de grupos por una pantalla en alta definición. Y a dar espectáculo para homenajear a su guitarrista Tony Lommi, cuya enfermedad obligó a suspender el tour previsto.

Ozzy arrancó queriéndose a sí mismo y haciéndose querer, con una presentación monotemática –él era el centro– a base de imágenes biográficas y láser. Los poderes del príncipe de las tinieblas, que para regar con espuma a las primeras filas necesitaba una manguera, solo los tapaba Gus G, fichaje para el lanzamiento de Let me hear you scream, espectacular a la guitarra y con la melena ondeando al viento de los manidos ventiladores. Apoyaron el batería Tommy Clufetos y su caprichoso concepto del ritmo, el teclista Adam Wakeman y el bajista Blasko. A sus 63 años, Ozzy ha dejado atrás el entremés de palomas o murciélagos y sigue recorriendo mundo con su voz rota. En el escenario, carreras simuladas ante el micrófono y pasitos de jubilado cuando quiere acercarse a sus compañeros.

Menos mal que se le fueron uniendo los refuerzos. Llegó el bajo de Geezer Butler para escenificar War Pigs con contundencia y a la hora apareció en escena la guitarra de Zakk Wilde para el solo de Iron Man. El rubio se lo tomó con calma para atravesar los 300 metros que separaban el escenario Levon Helm del Adam Yauch, donde de 10 a 11 se abrasó las yemas de los dedos punteando contagiosas melodías de hard rock y heavy metal al frente de Black Label Society. Un solo de 10 minutos se marcó. Llegó para batirse en la clausura del show de Ozzy con Gus G al ritmo de Paranoid, el tema por todos esperado. Al terminar, el sentimiento era unánime: “Mucho mejor que el del año pasado”. Ozzy no se libra de sus orígenes con los Black Sabbath. Explotarlos le funciona. Y sabe cómo hacerlo.

Antes de Ozzy desfilaron menores presupuestos. Cubiertos por las altas expectativas generadas en el reciente Primavera Sound, Lïsabo, la revelación de Irún, no dejó grises. Las opiniones se dividían. Se encontraban encantados, los había defraudados, aunque era unánime el consenso a la hora de alabar las baterías sincronizadas y el sonido hardcore de un grupo engrasado, con proyección. Les siguió Rich Robinson Band, un sinónimo derivado de la mitad de Black Crowes. La formación estadounidense nació con los hermanos Robinson, que ya hicieron vibrar al recinto de Mendizabala hace tres años. Rich, el guitarrista y ahora líder, había advertido que tocar un repertorio de los Black Crowes no entraba en sus planes. Se centró en presentar su reciente disco, Through a crooked sun. La banda -sobria, altiva y distante- apenas interactuó con el público; podía permitírselo. “Tocaremos una más”, anunciaron. Cumplieron, sin importarles las peticiones finales. La grave voz de Rich ya se había llevado al teclista, centro del escenario.

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