El señor del videoclub se va
Se despide La Strada, negocio abierto hace casi 30 años en el barrio de Estrecho Liquida sus películas forzado por la piratería en internet y la crisis económica
El videoclub La Strada, en el barrio de Estrecho, cierra tras 28 años. Era el último en la zona. Juan Jurado, el propietario, echará la baraja el día que liquide los 2.000 títulos que le quedan por vender, o en dos semanas si no coloca todos. “Este gremio se muere”, dice sin dramatismo.
Juan tiene desparpajo, barbita y mirada irónica. Se quita y se pone las gafas mientras habla y repite que tiene mucha prisa porque le quedan infinidad de películas por clasificar. “Cuando abrimos en 1984 colgamos globitos para los críos. Desde el principio intentamos ser un negocio simpático”, arranca. Esos niños han pasado de alquilar títulos de Disney a estrenos de acción (“el género que mejor funciona”) acompañados de sus propios hijos.
El negocio luce como el perfecto establecimiento de barrio, sin decoración superflua, con las películas ordenadas por géneros, cartelones con los precios de liquidación (entre dos y nueve euros) y, al fondo, una puerta de saloon de Western que separa los títulos pornográficos. Llegaron a trabajar en él cinco empleados; ahora son dos a tiempo parcial.
La verdad es que a mí tampoco me gusta mucho el cine. Estoy informado para comprar las películas, pero no me vuelve loco
La noticia del cierre la dio la revista digital del distrito, Aquí Tetuán, planteando el golpe sentimental que significaba para el barrio. Juan se ha sorprendido al ver a clientes al borde de las lágrimas. Y todo eso le emociona y le parece muy bien, pero describe un negocio absorbente abierto 12 horas al día en el que la rentabilidad se despeña. Alcanzó su cénit en 2003, “luego llegaron los manteros, internet, y al final la crisis”. Juan se enfada al hablar de los políticos y sus “jueguecitos”: “Cuando están en la oposición les parece mal la piratería, pero al gobernar no la eliminan”. Para paliar la caída y sobrevivir a enemigos tan poderosos como la cadena Block Buster, Juan ha tirado de una mezcla de trato familiar y olfato comercial, por ejemplo para introducir junto a los estrenos más lustrosos películas indies (“muy baratas y con un público fiel”).
Pero en un momento, confiesa: “La verdad es que a mí tampoco me gusta mucho el cine. Estoy informado para comprar las películas, pero no me vuelve loco. Además, la gente siempre viene a contártelas y se te quitan las ganas de verlas”. Después del verano se plantea jubilarse. Su vida ha sido un salto por sectores que iban marchitándose. Fue apoderado de una agencia de aduanas hasta que España entró en el mercado común, luego montó el videoclub, que además se dedicaba al revelado de fotografía: hasta 50 carretes al día en los buenos tiempos. “Al principio también vendíamos cosas de telefonía. No lo supe ver, pero ese era el negocio”, explica.
Un cliente llega entonces y le pide que le cambie por otro título una película que ha comprado. En la carátula aparecen varias señoritas desnudas con bocas y piernas muy abiertas que revelan que el filme procede del otro lado de la puerta del saloon. Para probar que existe un problema técnico, le plantea a Juan que proyecte la película en el DVD del mostrador.
- Ponla y verás dónde se corta.
- No, hombre, cómo voy a proyectar esto ahora aquí. Te doy el dinero y en paz.
El cliente insiste en que prefiere demostrar que el disco falla, pero al final acepta los tres euros y se marcha.
- Esto no lo escribas en el artículo si va a dar mala imagen-pide Juan, siempre preocupado porque el negocio muera dando una imagen digna.
No sabe que ha sido la muestra más clara de lo que internet nunca podrá hacer y el señor del videoclub sí.
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