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Crisis e instituciones

No se conocen ejemplos de sociedades libres sin instituciones jurídico-políticas estables

En un momento en el que la crisis económica que padecemos desde 2008 tiende a acentuarse, entre otros motivos porque durante todo este tiempo en España apenas se han atajado las causas que retroalimentan la propia crisis (un sistema financiero no saneado, unas finanzas públicas insostenibles en el tiempo), aparecen síntomas de otra crisis, esta institucional, cuyos efectos pueden ser aún más devastadores. Asistimos, algunos con perplejidad, al cuestionamiento de nuestras instituciones políticas fundamentales. Tal es el caso del otrora incontestado Banco de España, cuya errática labor de supervisión del sistema ha llegado a poner en duda el valor de sus informes.

Aunque muy grave, no es la pérdida de confianza en la institución regulatoria de la actividad bancaria la más preocupante de las crisis de nuestras instituciones. Piénsese, en primer lugar, en la Jefatura del Estado, salpicada primero por turbios negocios económicos judicializados que afectan a miembros de la familia del Rey, y después cuestionada por actividades privadas “equivocadas”, por emplear la misma expresión que el titular de la Jefatura del Estado utilizó, en gesto que le honró, para pedir disculpas al conjunto de los ciudadanos. En segundo lugar, el principio de autonomía política de las nacionalidades y regiones que integran España, cada vez más criticado desde algunos medios seudo-economicistas que propalan la especie de su alto coste (cuando, en realidad, los países de estructura federal tienden, por término medio, a generar mayor nivel de bienestar a menor coste, medido éste en términos de gasto público sobre el Producto Interior Bruto). Un principio, el de autonomía, que tiene su reverso en el de unidad, también objetado por amplios sectores soberanistas, incluso de forma estridente, en los actos deportivos que patrocina el propio jefe de Estado.

La controversia tambien afecta, en tercer lugar, al principio de representación democrática a través de las correspondientes cámaras parlamentarias, pues no otra cosa significan los eslóganes del tipo “no nos representan” que se corean en muchas manifestaciones; como la que finalizó con el establecimiento de un cerco al Parlamento de Cataluña. Y algo similar se puede llegar a deducir, respecto de la crisis del principio de representación, cuando se pone en duda la conveniencia de mantener la cofinanciación pública de las organizaciones representativas de carácter político, sindical y empresarial. Y qué decir del poder judicial, con un Tribunal Constitucional incapaz de consensuar interpretaciones asumibles por una amplia mayoría de sus magistrados en materias tan relevantes como la estructura territorial del poder, y que además acumula años para de retraso en la renovación de alguno de sus miembros, pese a la reiterada presentación de dimisiones por parte de las personas afectadas. O de un Consejo General del Poder Judicial fracturado en tres por la valoración del cobro de unas dietas por parte de su presidente, que a la vez lo es del Tribunal Supremo.

Si el lector que ha seguido lo hasta ahora escrito está muy familiarizado con nuestra Constitución, podrá haber deducido que el orden de la exposición anterior se corresponde estrictamente con el que la norma fundamental establece para enumerar nuestras instituciones políticas fundamentales en su Título Preliminar: la forma política del Estado, como monarquía parlamentaria, en el artículo 1; el derecho a la autonomía y la unidad de España en el 2; la representación política a través de partidos políticos en el 6, y de sindicatos y asociaciones empresariales en el 7; y el principio de legalidad, del que deriva la existencia del poder judicial independiente, en el artículo 9.

No se conocen, en la historia de la humanidad, ejemplos de sociedades libres, democráticas y que avancen con paso firme hacia la meta de la justicia social sin la existencia de instituciones jurídico-políticas estables. Estas, en cuanto producto de la creación humana, moldean a su vez la acción de los humanos para garantizar la libertad, la democracia, y la mejora de la justicia social. O nuestra sociedad comienza a concienciarse de ello, y a actuar en consecuencia en defensa de las instituciones que entre todos nos hemos dado, o corremos el riesgo de entrar en una espiral de cambios revolucionarios. Cambios que, por ser revolucionarios y una vez evaporado el fervor inicial, solo dejan tras de sí, como decía Kafka y en el mejor de los casos, el timo de una buena burocracia.

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