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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Actuar en presidente

Fabra se limita a quejarse lastimeramente de la mala financiación autonómica

Alberto Fabra llegó a la presidencia de la Generalitat en unas condiciones ciertamente difíciles. La dimisión de Francisco Camps por su implicación en el “caso de los trajes”, siendo traumática para la institución y para el PP, no fue el principal escollo al que se enfrentó el exalcalde de Castellón cuando allá por el mes de julio del año pasado, sin apenas experiencia en política autonómica, se sentó en su despacho del Palau. Tampoco lo era, pese a la magnitud de los escándalos, la corrupción que carcome a su partido en la Comunidad Valenciana. Todo ello, aun siendo muy grave, palidecía al lado de la herencia económica que le habían legado sus antecesores en un contexto de crisis, con una caída brutal de los ingresos y unos vencimientos de crédito inaplazables por la pérdida de confianza de los mercados financieros que situaban la calidad de la deuda autonómica al nivel del bono basura.

Las circunstancias que rodearon su llegada al poder eran tan extraordinariamente traumáticas que, a diferencia de lo que es habitual, el periodo de gracia, generalmente tasado en cien días, se ha venido prolongando hasta la fecha. Que la oposición no le diera tregua desde el primer instante tenía su lógica. Era su partido, y no otro, el que había llevado a la ruina a las arcas autonómicas. Socialmente, sin embargo, Fabra encontró en la ciudadanía un amplio margen de comprensión. Sus declaraciones, tras la alucinada época de Camps, eran sensatas y estaban cargadas de sentido común. A las visionarias imágenes de su predecesor que dibujaba una Comunidad Valenciana feliz, próspera, luz y guía de España en el invierno nuclear creado por José Luis Rodríguez Zapatero, Fabra respondió con racionalidad, reconociendo la crisis económica y financiera y la necesidad de adoptar medidas muy duras que evitasen la quiebra de la administración autonómica.

Agobiado por las deudas, el presidente de la Generalitat tuvo que comprometerse ante el Ejecutivo recién nombrado por Mariano Rajoy a cumplir todas y cada una de las exigencias que este impusiera. Se puede afirmar, sin caer en la exageración, que la Comunidad Valenciana está, de facto, intervenida por el Gobierno de España desde hace meses —lo mismo se puede decir de la nación respecto de la Unión Europea—. La retórica que se utiliza en Valencia y en Madrid para negar la evidencia es la misma, pero los hechos son tozudos. La Generalitat no tiene el menor margen de maniobra ante los diktats que llegan desde los ministerios de Economía y de Hacienda. La solemnización con que el consejero Máximo Buch niega el intervencionismo estatal o los esfuerzos de Fabra para escapar de ese fantasma no hacen otra cosa que confirmar esa realidad.

Es más que probable que a ninguno de los dos les quede otra que negar la evidencia. Pero no es de recibo la forma en que lo hacen. La asunción pasiva, resignada y, en alguna que otra ocasión, servil de las órdenes procedentes de Madrid es la negación misma de la autonomía. La dependencia valenciana de la política económica española es idéntica a la de esta respecto de la europea; pero la diferencia, importante, es que Mariano Rajoy simula tener un margen de actuación propio. Aparenta llevar la iniciativa. Fabra se limita a quejarse lastimeramente de la mala financiación autonómica, pero no hace nada por enmendar el desastre sobrevenido por los pésimos modelos puestos en marcha por Eduardo Zaplana y José Luis Rodríguez Zapatero. Jeremiada que acostumbra a ir precedida o seguida de otra culpando al expresidente socialista de todos los males. No parece suficiente bagaje político para afrontar una época tan dura como la actual. La alternativa al nacionalismo paleto, teñido de victimismo provinciano, no es el abandono sin más de todas las reivindicaciones de antaño para convertirse en la alfombra sobre la que se paseen Rajoy, De Guindos y Cristóbal Montoro.

Diez meses después de su llegada al Palau de la Generalitat es razonable creer que Alberto Fabra, superado su periodo iniciático, ya piensa como presidente. Sería muy importante para él, pero sobre todo para la Comunidad Valenciana, que empezara a actuar como tal, aunque eso suponga que algún ministro (o ministra) le ponga mala cara. La política es agilidad, dinamismo y decisión. Todo lo contrario de la robotización que se desprende de la repetición mecánica y sin matices del argumentario que se emite desde el palacio de la Moncloa o desde la calle Génova. El presidente de la Generalitat no es el delegado del Gobierno en la Comunidad Valenciana. Para eso ya está Paula Sánchez de León. Y sí cree que lo es y actúa como tal, flaco favor les hace a los intereses de los valencianos.

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