El último truco del conde
Un libro rescata la historia de Rodríguez Saa, célebre ilusionista de Portomarín
Manuel Rodríguez Saa viajó por primera vez a La Habana en el verano de 1921. Tenía 35 años y la misma obsesión con la que se había largado de la aldea para ponerse a servir en Lugo: conocer mundo y volver forrado. En eso, Manueliño no era original. A Cuba llegó en un vapor desde México. Le iba bien. Tenía una reserva en el Plaza, como Sarah Bernhard, y mucho equipaje en el camarote. Antes de llegar al puerto, hizo llamar a un mozo y le ofreció una propina. Le brindó un jirón del periódico: “Lo acordado, mozo, y por adelantado”. El chaval se quedó mirando el pedazo de papel con gesto de haberse comido alguna cláusula. El gallego se lo arrebató, hizo con él una bola y se lo puso de nuevo en las manos convertido en un dólar americano. “¿Hay trato?”.
Eran dos de sus trucos favoritos. El del billete y el del rumor. Seguro que el público que abarrotaba el Gran Teatro de La Habana para verlo pocos días después no era ajeno al milagro. El Dr. Saa, más conocido como Conde de Waldemar, procuraba erizar la curiosidad de la parroquia antes de actuar. Hizo lo mismo en Camagüey, al este de la isla. Nada más subirse a un tranvía, se acercó al conductor y le sugirió que hiciese bajar al personal. Aquella máquina no iba a moverse de allí.
Los autores de O misterioso Dr. Saa (Xerais), la biografía de este singular ilusionista de Bagude, en Portomarín (Lugo), creen que las noticias del fabuloso tranvía inmovilizado llegaron a La Habana antes de que el protagonista regresase. Por si acaso, antes de continuar gira hacia Costa Rica se tomó la molestia de visitar la redacción de El Día y seducirla con lo que habían escrito sus colegas de El Camagüeyano. Se ve que ese truco tampoco se le daba mal: volvieron a publicar su proeza.
Aunque se presentaba como profesor de Ciencias Físicas por la Escuela Mágica de París y miembro de la Academia de Hipnotizadores de Francia, el Dr. Saa era autodidacta. Jamás le había llevado los cafés a otro mago. Cuentan Xosé Díaz y Belén Fernández en su libro que todo lo aprendió en los clubes y cabarés de Montparnasse, donde llegó después de malvivir como camarero en Madrid. Méliès, otro aficionado al ilusionismo, ya había convertido la pantalla de cine en el lugar privilegiado del asombro, pero la magia vivía aún su edad dorada. El Gran Houdini seguía vivo.
Rodríguez Saa se fue a Buenos Aires por amor y acabo debutando, por despecho, en un casino de Maipú, provincia de Mendoza. Allí comenzó su carrera de éxito, primero en Europa, durante la guerra, y a partir de su actuación en La Habana, por todo el continente americano. Luego regresó a Galicia para descansar, dejarse ver por las calles y las redacciones y actuar para sus vecinos de Bagude en un fiestón de tres días. Ya tenía en mente el próximo ochomil: debutar en España.
El 15 de enero de 1925 consiguió por fin estrenar en el Teatro Novedades de Barcelona. No fue fácil: tuvo que suspender el primer intento porque su equipaje seguía secuestrado en el paso fronterizo de los Pirineos. Es difícil saber ahora qué cuota del éxito se debe a la ocurrencia de invitar en las páginas de La Vanguardia a todos los periodistas, médicos y potentados de la ciudad, pero pocos días después llegó la confirmación al Hotel España: el dictador Primo de Rivera lo quería en África, no para combatir sino para entretener a las tropas que arrasaban Marruecos.
Con razón se haría llamar rey de magos y mago de reyes. Si no hubiese perdido más de un baúl en su ir y venir, Rodríguez Saa habría conservado las evidencias de su coqueteo con sátrapas de medio mundo. Le sacó partido a la debilidad de los poderosos por sus capacidades, eso es cierto. La cigarrera de oro que le regaló la realeza española llegó a usarla como cebo para su primera gira gallega. La foto en la que compartía mesa con el emperador Hiro Hito le salvó la vida durante la invasión japonesa de Filipinas. Pasó de la cola del pelotón de fusilamiento a ser un intocable.
Llevaba años establecido en Manila. Había conocido a su mujer en una fiesta privada mientras los militares ultimaban el golpe en España, en julio de 1936. Teodora Salgado tenía tierras, esclavos y buenas relaciones, así que vivieron cómodamente hasta 1944. Cuando la aristócrata murió, sus herederos obligaron al mago a improvisar un número que hasta entonces no había ensayado. Huyó sin que nadie se diese cuenta en el patio de butacas y cumplió su promesa de no volver jamás a Filipinas. En noviembre de 1984 lo enterraron en Portomarín. Este es su último truco. Ha vuelto a seducir a los periódicos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.