Alexander Zeldin: buen teatro inglés de puchero
El autor y director británico debuta en Madrid con un espectáculo de factura impecable y prodigiosos actores
El dramaturgo y director británico Alexander Zeldin irrumpió hace una década en los circuitos internacionales con su trilogía Las desigualdades, en la que exploraba las consecuencias directas de las políticas de austeridad del Reino Unido, bebiendo de la larga tradición del realismo social inglés: historias verdaderas de trabajadores del turno de noche de una fábrica de carne, familias desahuciadas, pobladores de centros comunitarios. Desde entonces no se ha bajado de los grandes escenarios y festivales europeos. A eso hay que sumar que fue discípulo de Peter Brook y que actualmente es director asociado del National Theatre y artista asociado del Odeón de París.
Con ese pedigrí se presentó por primera vez en España el verano pasado para inaugurar el festival Grec con su obra más reciente, The confessions (Las confesiones), con la que ahora visita Madrid también por primera vez. El tema de este nuevo trabajo es más personal, pues cuenta la vida de su madre, pero eso no quiere decir que no sea social. Ya saben, lo personal es político. Además, Zeldin aplicó la misma metodología en su proceso de creación; es decir, largas entrevistas con los protagonistas reales. Una observación importante: no estamos hablando de teatro de formato documental, sino de teatro que bebe de fuentes documentales. No podemos comparar el resultado de esta investigación con el de Las desigualdades porque no vimos la trilogía, aunque intuimos (por artículos en la prensa internacional) que es menos impactante porque en la historia de la madre no hay dramas tan extremos: la propia protagonista se disculpa en la primera escena afirmando que ella no es “interesante”, solo una mujer corriente que ha tenido una existencia corriente.
Pero no siempre es cuestión de epatar y Zeldin no lo pretende ni en fondo ni en forma: no esperen emociones fuertes o experimentaciones escénicas, esto es teatro de puchero inglés. Sin estridencias, pero impecable e íntimamente desgarrador. Encomendado a la palabra y jugando la gran baza de la escena británica: sus prodigiosos actores. Realista y casi cinematográfico pero no del todo, pues el director se permite a ratos suspender la incredulidad rompiendo la cuarta pared y la progresión temporal, siempre de manera justificada para potenciar la poética. Pero lo que de verdad hace que este espectáculo llegue al corazón (al de esta espectadora al menos) es la sensibilidad y delicadeza con la que Zeldin reconstruye la figura de su madre. Ahí se ve a un hombre que ha escuchado a una mujer. Y a un artista que ha sabido captar la esencia de una persona y cristalizarla en una imagen, un diálogo, una mirada, un sonido, un silencio.
Podría pensarse incluso que Zeldin ha puesto en pie The confessions para demostrarle a su madre (sigue viva) y tantas otras mujeres anónimas como ella que sus vidas son tan interesantes o más que las de aquellos maridos suyos que volvían de la guerra luciendo medallas y prótesis. Y que desde sus cocinas (donde por cierto transcurren buena parte de las escenas de la obra) contribuyeron tanto a la emancipación de la mujer como Simone de Beauvoir o Gloria Steinem. Algo de eso hay, por supuesto, pero lo personal prima aquí sobre lo político. No porque no sean territorios entrelazados, sino precisamente porque lo político marca de manera tan íntima la identidad de la protagonista que no hace falta subrayarlo.
Alice, que así se llama la madre, nació en un pueblo pequeño de Australia en 1943 y se trasladó a Londres siendo ya adulta. Pero al principio de la función Zeldin no la sitúa en ninguno de esos países sino sobrevolando ambos: está hablándonos a nosotros, los espectadores, en ese espacio único que es el proscenio del escenario, con el telón bajado por detrás, donde el tiempo y el espacio no existen. La encarna desde el presente la actriz Amelda Brown y nos cuenta que, aunque su vida “no es interesante”, va a tratar de sumergirse en sus recuerdos para contárnosla. Tras lo cual empieza a abrir el telón como si estuviera invitándonos a bucear con ella en su memoria, un gesto que se repetirá varias veces a lo largo de la función.
Conocemos entonces a la joven Alice, interpretada por Hannah Morrish. Asistimos a su graduación. Descubrimos su deseo por ingresar en la universidad y su frustración por tener que dejar la carrera para ceder al deseo de su madre de verla casada. Presenciamos su infelicidad como esposa de un hombre que no deja de insistirle en que es tonta y dispone de su cuerpo cuando le da la gana. Intuimos la violación dentro del matrimonio. Pero Alice se rebela contra ese destino, rompe con todo, vuelve a la universidad y se mezcla con otros intelectuales y artistas de los sesenta, aunque ese tampoco será un campo de rosas porque volverá a ser violada, esta vez por un reputado profesor progre. Esa es una de las escenas cumbre de la obra, pues el público de nuevo no presencia la violación, pero la vive en tiempo real: Alice entra en un baño, el violador la sigue, cierra la puerta y la escena se queda vacía hasta que ella vuelve descompuesta. No se ve nada ni se oyen gritos. Todo transcurre en silencio. El mismo silencio con el que se tapaban (y se siguen tapando en muchos casos) estos asuntos. Para qué remover.
Pero la escena más bella y conmovedora de la función es justo la siguiente. La Alice de hoy (Amelda Brown), que contempla su pasado desde el escenario, recuerda entonces su encuentro posterior con el violador, pero en lugar de dejar que lo interprete Hannah Morrish, toma ella misma posesión de su yo joven y se planta desnuda frente al hombre con el mismo estremecimiento que entonces, fundiendo el pasado con el presente. La memoria también es física.
Tras ese episodio, Alice viajará a Europa y se instalará en Londres, donde se casará de nuevo y tendrá dos hijos. Uno de los cuales es Alexander Zeldin, que se atreve a retratar su propia crueldad con sus padres en su adolescencia. Es el final de un trayecto cuya esencia, de manera muy poética, se refleja en el cuadro favorito de la protagonista: el Pierrot de Jean-Antoine Watteau, que cuelga en el Louvre, donde este personaje de la comedia del arte italiana aparece descentrado, fuera de marco, como también lo estuvo Alice antes de tomar las riendas de su destino.
Sobre los intérpretes, ¡que les voy a contar! Excepto las dos actrices que encarnan a Alice, todos se desdoblan con eficacia en diferentes papeles y se desenvuelven de una manera tan natural que no parece que estén actuando. Con esa dicción perfecta y el control de las emociones que caracteriza a los actores británicos. Maravilla verlos.
Puede que esta no sea el espectáculo más epatante de Alexander Zeldin. Tal vez al principio cueste un poco entrar porque arranca lento. Quizá a algunos espectadores les resulte algo frío. Pero está atravesado por un temblor tan verdadero que merece la pena acercarse a los Teatros del Canal de Madrid para conocer a este creador. Y a sus intérpretes.
The confessions
Texto y dirección: Alexander Zeldin. Reparto: Amelda Brown, Jerry Killick, Lilit Lesser, Brian Lipson, Hannah Morrish, Pamela Rabe, Gabrielle Scawthorn, Jacob Warner, Yasser Zadeh. Teatros del Canal. Madrid. Hasta el 12 de abril.
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