‘Paraíso perdido’: cómo convertir un poema filosófico en teatro vibrante
Andrés Lima despliega su poderosa imaginación escénica en su adaptación del texto clásico de John Milton con un inmenso Pere Arquillué en el papel de Dios
Andrés Lima te puede coger un texto de Nietzsche y convertirlo en teatro vibrante. Lo hace con El paraíso perdido, el monumental poema épico de John Milton que narra paralelamente la caída de Satanás del cielo al infierno y la expulsión de Adán y Eva del paraíso, publicado en 1667. Diez mil versos sin rima cargados de dialéctica, descripciones, disquisiciones filosóficas y psicológicas. Poesía grandiosa y bella que pone en combate a Dios y el Diablo, el bien y el mal: en realidad, el hombre contra el hombre. La base de la civilización occidental. Hay que tener una poderosa imaginación escénica para llevar eso a las tablas sin matar de aburrimiento al público. Lima ha demostrado que la tiene muchas veces a lo largo de su variada carrera, pero en Paraíso perdido esa cualidad brilla especialmente porque la materia prima es más árida. Este espectáculo asombra sobre todo por eso.
Por ejemplo, cuando aparecen Adán y Eva con aspecto simiesco frente a una pantalla de luz —en una clara referencia a 2001: una odisea del espacio, de Kubrick— e inmediatamente después los pone a bailar Cheek to Cheek cual Fred Astaire y Ginger Rogers, mientras de fondo se proyectan imágenes que nos hacen felices porque sí. Eso es el paraíso perdido. O cómo se intercalan este tipo de escenas con los combates entre Dios y el Diablo. Cómo se funden el pasado y del presente. Las guerras de ayer y de hoy. Todo ello sintetizado en la batalla de la luz frente a la oscuridad que se libra en el propio escenario: dramática y espectacular iluminación de Valentín Álvarez. Magnífico también el espacio sonoro diseñado por Jaume Manresa y escalofriantes las voces en directo de Maria Codony y Laura Font.
Lo otro que asombra en este Paraíso perdido es el actor Pere Arquillué. Otro del que ya se ha escrito todo, pero no por ello hay que dejar de subrayarlo. Su Dios es todopoderoso y llena el escenario con su presencia, pero no de manera solemne, sino como un bufón burlón. No es antojo del actor, sino una decantación del texto original: Milton no se pone de parte de Dios, sino más bien del Diablo, que representa la rebelión frente a la tiranía. Así compone también Cristina Plazas su Satanás, aunque tal vez con un exceso de dramatismo que hace que sus versos suenen más pesados. Rubén de Eguía y Lucía Juárez sostienen bien sus papeles de Adán y Eva.
La dramaturga Helena Tornero, autora de la adaptación del texto de Milton, no solo hizo un trabajo de depuración (suponemos que ingente) para poder trasladarlo a escena, sino que le introdujo nuevos temas. Por ejemplo, la versión establece un paralelismo entre la creación del mundo y la creación artística, donde Dios viene a ser el autor omnipotente y el hombre es un actor que se rebela contra los caprichos del guion con ayuda del diablo. La comparación es coherente. Más discutido puede ser el discurso feminista que suelta Eva en la parte final: es un pegote no por la intención —¿para qué hacer teatro si no es con intención?— sino porque se inserta de manera un tanto burda. No obstante, lo que ocurrió en la función que vio quien firma esta reseña (7 de mayo) mientras Lucía Juárez recitaba ese monólogo invita a aplaudir el pegote: un espectador se levantó de su butaca y se fue visiblemente cabreado por la arenga. ¿De verdad molesta tanto todavía el teatro? Ojalá.
Paraíso perdido
Texto: John Milton. Adaptación: Helena Tornero. Dirección: Andrés Lima. Reparto: Pere Arquillu, Maria Codony, Rubén de Eguía, Laura Font, Lucía Juárez y Cristina Plazas. Teatro María Guerrero. Madrid. Hasta el 18 de junio.
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