Todos los caminos conducen a Wagner
En un recorrido exhaustivo y multidisciplinar, Alex Ross encuentra huellas del compositor alemán y de su obra virtualmente en todos los ámbitos de la actividad humana
Alex Ross ha sido el crítico musical de The New Yorker durante los últimos 25 años. Es más conocido, sin embargo, por su primer libro, El ruido eterno, un brillante recorrido por la música del siglo XX que se tradujo rápidamente a varios idiomas y dio lugar incluso a todo un festival de música con ese mismo nombre en el Southbank Centre de Londres en 2013. Así se llama también un blog sobre música en el que Ross aborda temas que van más allá de la propia música, al igual que hace en sus artículos y críticas para The New Yorker. Ross es probablemente uno de los escritores sobre música mejor informados de la actualidad: seguir los enlaces de audio y vídeo de su blog constituye ya por sí solo una educación. Su estilo es refinado, conciso y admirablemente objetivo. En los dos últimos años han estallado en el mundo angloamericano las conocidas como “guerras culturales”, inspiradas en parte por #MeToo o #BlackLivesMatter, que han llevado a derribar muchas estatuas de hombres blancos muertos tenidas por inapropiadas conforme a los patrones actuales. Como es habitual en momentos de agitación cultural, todos parecen acabar sintiéndose ofendidos por todos, y el sentido común es la primera víctima. Pero en su blog y sus artículos de opinión para The New Yorker, Alex Ross ha conseguido mantenerse como una voz cuerda, objetiva y abierta a nuevas ideas en medio del bullicio, al tiempo que se muestra comprensivo con quienes se sienten justificadamente agraviados.
Cuando llega el turno de los varones blancos muertos e inapropiados –dictadores y déspotas excluidos–, no existe probablemente nadie más inapropiado que Richard Wagner. De él trata el último libro de Ross, Wagnerismo, donde despliega la misma suma de escrupulosa erudición, tacto, elegancia estilística y sentido común que encontramos en el resto de sus escritos. Como sugiere el título, su tema no es tanto el hombre propiamente dicho como el impacto que el hombre y su obra han provocado en el mundo en el pasado siglo y medio. Como explica el propio Ross, “Este es un libro sobre la influencia de un músico en personas que no lo son: resonancias y reverberaciones de una forma artística en otras” (p. 24), aunque, como también señala, Wagner se mostró categórico en que sus dramas musicales no eran una única forma artística, sino obras unificadas de diversas artes. Este último hecho le ayudó a ampliar su campo de influencia más allá de la música, mientras que su insistencia en trabajar con mitos le permitió acceder a las profundidades de la experiencia humana exactamente igual que habían hecho antes que él los antiguos griegos, a quienes se propuso seguir y superar.
A pesar de concentrarse en el “ismo” más que en “Wagner”, Ross ofrece concisos y excelentes esbozos del trasfondo biográfico y de la historia de la génesis de las obras de madurez de Wagner, suficientes para informar a quienes tengan pocos conocimientos previos del compositor, pero no tanto como para incomodar a quienes ya estén familiarizados con sus creaciones. Aquí encontramos, por supuesto, a todos los grandes protagonistas. Friedrich Nietzsche, el otrora hijo acólito y vicario devenido en apóstata, cuyo Zaratustra debe mucho tanto a Wotan como al Siegfried del Anillo de Wagner; Thomas Mann, el chovinista conservador convertido en cosmopolita crítico, cuya conferencia sobre Wagner en Ámsterdam en 1933 desató un escándalo en su país y provocó su destierro de Alemania; y, por supuesto, el cabo austriaco en persona, Adolf Hitler, cuyo nombre ha pasado a entrelazarse ineluctablemente con todo lo wagneriano, debido fundamentalmente al espantoso antisemitismo que profesaban ambos. Cuando se ocupa de estas figuras, Ross tiene que abordar asuntos ya estudiados en otros libros, pero lo hace con gran habilidad y a menudo consigue resumir con unas pocas palabras la esencia de un tema allí donde otros suelen necesitar una página o más, como cuando escribe acertadamente que “la relación de Hitler con Wagner siguió siendo de admiración musical más que de fanatismo ideológico” (p. 633). Hay otros libros, y más extensos, sobre hitlerismo/wagnerismo, pero creo que nunca he leído un relato más razonable o más cuidadosamente comedido que el construido aquí por Ross.
Mann y Nietzsche son tan solo dos de las muchas figuras literarias que aparecen en estas páginas. En los años inmediatamente posteriores a su muerte, el impacto de Wagner alcanzó quizá su máxima intensidad entre los literatos de Francia, y Ross se sumerge en la historia del “flujo de conciencia” y sus exponentes, que surgieron en Francia a partir especialmente de una respuesta modernista a Tristan de Wagner. En busca del tiempo perdido de Proust, La señora Dalloway de Woolf y Ulises de Joyce hacen todos ellos su aparición, naturalmente, y Ross señala que “Wagner se mantiene como la bestia inevitable en el centro mismo del laberinto moderno” (p. 425). Henry James, Mallarmé, Yeats y muchos otros salen también a saludar, y Ross adivina incluso la influencia de Wagner en el autor de ciencia ficción Philip K. Dick. Para un lector europeo, algunos de los capítulos más fascinantes del libro tratan de la recepción de Wagner en Estados Unidos. Están Willa Cather, por ejemplo, “la vate de la pradera estadounidense” (p. 384), cuyas novelas se vieron informadas por un conocimiento detallado de las óperas de Wagner, y Owen Wister, el novelista y amigo de Theodore Roosevelt, especialmente conocido quizá gracias a diversas interpretaciones de su novela más famosa, El virginiano, pero que (como aquí se defiende) “vio el Oeste desde una óptica explícitamente wagneriana” (p. 178). Ross va dejando caer repetidamente maravillosos retacitos de información wagneriana que resultarán desconocidos para la mayoría de los lectores, como el firmante de estas líneas. ¿Quién habría pensado que en Nueva York hay una iglesia, fundada por un Rockefeller, cuyas campanas hacen repicar cada cuarto de hora un motivo de Parsifal? ¿O que una versión (hablada) en yidis de Parsifal se interpretó en esta misma ciudad a comienzos del siglo pasado? ¿O que un periódico judío de Pittsburgh expurgó la música más famosa en las bodas de todo el mundo y la convirtió en la “Marcha Nupcial de Lowengreen”? ¿O que Loie Fuller, una de las fundadoras de la danza moderna cuya pièce de resistance incluía una “Cabalgata de las valquirias”, comenzó su carrera en un espectáculo del Salvaje Oeste de Buffalo Bill? Ross demuestra una especial habilidad al recorrer la historia de este fragmento en concreto de Die Walküre, que surca serpenteando la cultura occidental, desde la repulsiva película El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith, pasando por los fútiles intentos de Elmar Fudd de matar a Bugs Bunny (“¡Mata al konejo!”) hasta llegar a los helicópteros valquiria de Coppola en Apocalypse Now y a Soldado anónimo de Sam Mendes de 2005, en las que, como escribe Ross, “la ‘Cabalgata’ [se ve] transformada en un himno de la supremacía estadounidense” (p. 719).
La sensación es que no se deja aquí una sola piedra wagneriana sin remover: como resume el propio Ross cerca del principio, en este libro encontramos al “Wagner socialista, el Wagner feminista, el Wagner homosexual, el Wagner negro, el Wagner teosófico, el Wagner satánico, el Wagner dadaísta”. Diga cuál es su Wagner y lo encontrará entre sus páginas. La única crítica real que puede hacerse es que, al final, tantos Wagner te dejan abrumado, una circunstancia que molestó a algunos de los primeros reseñistas del libro. Pero la culpa es, en realidad, del propio Wagner. Varios críticos han recurrido también a calificar de “wagnerianas” las dimensiones del libro, lo cual no es una mala manera de describirlo, dada la profundidad de los conocimientos desplegados y la riqueza de información que ofrece. En conjunto, estamos sencillamente ante el libro más importante sobre Wagner y la historia de su recepción aparecido en muchos años. Es una lástima, sin embargo, que la edición española haya prescindido por completo de las ilustraciones, un apoyo fundamental del texto.
Después de terminar el último capítulo, con la cabeza dándome vueltas, pensé si podría haber algún modo de resumir el impacto de Wagner y, azuzado probablemente por una fotografía de la película Matrix que había visto páginas atrás en la edición inglesa, mi mente acabó en el discurso que da hacia el final el Agente Smith, cuando describe a la raza humana como “un virus” que lo infecta todo. El término resulta quizás más adecuado incluso como una manera de describir a Wagner, porque, como demuestra Ross a lo largo de casi un millar de páginas, la influencia del hombre puede sentirse en prácticamente cualquier ámbito de los empeños humanos desde que se estrenaron sus obras. Unas veces benigno, otras canceroso, pero, de un modo extraño, una fuerza de la naturaleza más allá del bien y del mal. Uno de los mejores aspectos del libro de Ross es cómo logra extraer la verdad de entre todas las falsedades que han proliferado sobre Wagner, tanto el hombre como la música. Porque, en última instancia, sea lo que sea lo que encontremos en sus obras –ya percibamos en ellas lo mejor o lo peor de la naturaleza humana–, no es a Wagner a quien vemos, sino que contemplamos lo mejor y lo peor de nosotros mismos, que nos llega reflejado a través del espejo de sus mitos y de su música.
Chris Walton es autor de ‘Richard Wagner’s Zurich: The Muse of Place’ (2007) y editor y traductor de ‘Richard Wagner’s Essays on Conducting’ (2021). Traducción de Luis Gago.
Wagnerismo
Autor: Alex Ross. Traducción de Luis Gago.
Editorial: Seix Barral, 2021.
Formato: 976 páginas. 25,90 euros.
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