La distancia entre Niño de Elche y una misa
Francisco Contreras, ‘Niño de Elche’, publica ‘La distancia entre el barro y la electrónica. Siete diferencias valdelomarianas’, una lectura en clave sonora y sin distancias irónicas del trabajo del cineasta granadino José Val del Omar
La mayor parte de la vanguardia casó y casa muy bien con la religión. El cine de José Val del Omar (Granada, 1904-Madrid, 1982) es un ejemplo de ello: su claro objetivo es el apuntalamiento de, concretamente, la religión católica. Todos sus dispositivos técnicos, así como el relato y montaje de su cine, se ponen a su servicio. La religión necesita misterio, mística, un sustrato irracional y pasional que se resista a ser explicado, que sobrepase al hombre; en última instancia, la generación de miedo al servicio del poder teológico. El “desbordamiento apanorámico”, la “diafonía” o la “visión táctil” no son otra cosa que técnicas de vocación totalitaria, es decir, que buscan borrar sus propios límites, que dificultan al espectador situarse en un marco exterior desde el que tratar de entender crítica, racionalmente. Val del Omar es explícito cuando las aúna bajo el término “mecamística”. Por otra parte, sus personajes son siempre figuras de la pureza: el niño, el gitano, el hombre llano, Dios… Sus emplazamientos —la naturaleza o, en todo caso, las ubicaciones rurales—, bastiones de esa pureza. Desaparece la sociedad, con sus conflictos e intereses; sus luchas. Esa invisibilización es su apuesta política. El cine de Val del Omar es un rezo. Por supuesto, se trata de un cineasta abiertamente reaccionario, un nacionalcatólico veterotestamentario; lo que no le quita interés pero que conviene tener siempre presente.
El artista tira del repertorio de jondo y lo encabalga en unas bases electrónicas que funcionan a lo largo de todo el disco
Francisco Contreras, Niño de Elche (1985), pudo haber tomado de Val del Omar su trabajo técnico, purgado —con mucho esfuerzo— de ideología, pero prefirió no hacerlo; prefirió tomarlo al completo. Así que grabó una misa. Tiró del repertorio de jondo (esa idealización del flamenco con fines patrióticos) y la encabalgó en unas bases electrónicas que funcionan a lo largo de todo el disco como colchón coral eclesiástico, trufándolo de recursos sacados del arte sonoro vocal de vocación más primitivista.
La cara A del primer disco — se trata de un set de dos vinilos— es una versión del ‘Génesis’. El disco comienza por la creación del tiempo mismo (simbolizada, sin complicaciones, por un reloj despertador). Después aparecen “el agua, el fuego, el hombre”, y el hombre comienza a hablar: primero los fonemas, luego, sin solución de continuidad, el canto religioso: la saeta carcelera. “La transparencia, Dios, la transparencia”, se repite en bucle tras el cante. La otra cara del primer disco es una valdelomariana pieza de música concreta titulada ‘Diluvio electrónico’, a la que sigue una malagueña, que Francisco Contreras ejecuta entre gárgaras, recurso que ya utilizara Renato Carosone en sus apariciones televisivas, y finalizada con una especie de banda sonora antiestrés de corte neofranciscano, compuesta de sonidos de agua, pájaros y voces sencillas, titulada ‘Bailan sin saber por qué’. La cara A del segundo disco desarrolla unas largas ‘Seguiriyas atonales sin fin’. La pieza consiste en la presentación del compás de seguiriya, compás que después es sustituido por un cluster (es decir, un acorde de más de seis notas) ejecutado como colchón sonoro por un sintetizador que va modulando su altura tonal en función de la ejecución de Niño de Elche de una letra de seguiriyas cantada en un ad libitum radical, casi silábicamente. En la cara B del segundo disco, ‘Hundimiento vertical’, también sobre una base continua de órgano, pero con una tonalidad más definida, Contreras canta el poema de Rosalía de Castro Negra sombra, popularizado por Luz Casal pero emblemático dentro del folclorismo gallego (guiño a la película inconclusa de Val del Omar sobre Galicia). Tras ello, tiene lugar la lectura de una larga carta a una amada (cuyo autor ni destinataria hemos identificado) a la que el de Elche hace un contrapunto en canon cromático descendente. Acabada la carta, el disco concluye con otra especie de monodia religiosa medieval de sintetizador. El tono explícito y buscado del disco es el de una larga misa preconciliar, de las que intentan asustar.
Todo artista se debe beneficiar de la autonomía relativa del campo artístico con respecto al político, en esa distancia se juega su baza. Así lo hizo Niño de Elche en su anterior proyecto con Los Planetas, Fuerza nueva, en el que la explícita cita a la derecha nacionalcatólica de Blas Piñar es una forma de épater le bourgeois bastante adolescente. En este nuevo trabajo, en cambio, no hay distancia irónica, hay comunidad de eso que se conoce como “espiritual”.
Val del Omar colaboró con Falange, poniendo en práctica los efectos religiosos de su técnica diafónica en un multitudinario mitin en Valencia. Niño de Elche, por suerte, no lo considera ni anécdota ni contradicción (“contradicción, según como lo veamos”, dice en una entrevista). Sin embargo, justifica que la afinidad de Val del Omar con Falange, como la de los futuristas con Mussolini, va “más allá de la política”. Se basa en la supuesta afinidad del fascismo con la experimentación sonora en general. La nómina de vanguardistas que abrazaron el fascismo y el misticismo fue tremenda, y no porque los fascistas fueran los mejores mecenas de artistas sonoros, sino porque el propio hacer de gran parte de la vanguardia era afín ideológicamente a estos. Ramiro Ledesma (un falangista, como tantos, de izquierda) defendía el cine, por su “valor de mito”, como una “religión de motores”. Y añadía que el sacerdote “ayer, dominaba a las divinidades”, pero hoy, “domina a los motores”. Es decir, es una especie de mecánico del mito.
José Antonio Primo de Rivera se defendía de las acusaciones de comunista, que generalmente le lanzaban, diciendo que dos eran las cosas que le oponían antagónicamente al comunismo: su rechazo al materialismo y al internacionalismo y, por tanto, su adopción del idealismo y el patriotismo. El antifascismo —el revolucionario— ha tenido como rasgo distintivo la huida del pensamiento mágico, de la creencia y la superstición. Su forma de proceder es el pensamiento crítico: la negación de la religión. Parece mentira que sea tan necesario hoy día recordarlo.
La distancia entre el barro y la electrónica. Siete diferencias valdelomarianas. Niño de Elche. Sony.
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