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TEATRO | CRÍTICA DE 'EL JARDÍ'

Siempre mujeres solas

‘El jardí’, una obra inédita y enigmática de Lluïsa Cunillé, inaugura un ciclo dedicado a esta autora en Barcelona

Marcos Ordóñez
Antònia Jaume (en primer plano) y Màrcia Cisteró, en 'El jardí', de Llüisa Cunillé.
Antònia Jaume (en primer plano) y Màrcia Cisteró, en 'El jardí', de Llüisa Cunillé.Pere Cots

Una luz casi a punto de cerrar, taxis del anochecer. El bar de la Sala Beckett, siempre llamando a bocadillo recién hecho, ahora parece cerrado a cal y canto, como si acabaran de filmar una inquietante escena de Un soir, un train, de André Delvaux. Sin embargo, ha venido gente para disfrutar El jardí, de Lluïsa Cunillé: una función nueva en esta plaza, pero con algunos años a la espalda (cuéntenlo como prefieran). Se inaugura un breve ciclo dedicado a la dramaturga. Hoy dirige Albert Arribas y protagonizan Màrcia Cisteró y Antònia Jaume. Estupendas actrices. Y vuelven algunos textos de Cunillé: los lejanos y perdurables misterios de Privado, Accident, Libración, La cita, Occisió, Passatge Gutenberg. Un pequeño par de pegas, para quitármelas de encima: Antònia Jaume tiene una voz sensual pero con una cierta lentitud; Màrcia Cisteró, una cadencia cercana a un personaje de Tennessee Williams; recién llegada a una isla con altas palmera. A ratos me parecen hablar a media luz. Hermosos ecos: la Rodoreda de La calle de las Camelias, una casa con jardín en una esquina de la calle Homero; El Square, de Marguerite Duras; Todo el tiempo del mundo, de Pablo Messiez.

En el dossier de la obra presentan a una mujer, Marta, que trabajó como jardinera en un Parque Municipal. Desapareció durante dos años y ahora ha vuelto y está a punto de divorciarse. Le cuenta a una asistenta social del Ayuntamiento, Laura, que ambas estudiaron en la misma escuela. Marta tiene un jardín abandonado y cubierto de sombras. “Aparentemente”, dice Albert Arribas, el director, “es una historia de funcionarias”. Como en no pocas obras de la autora, hay distorsiones del tiempo: parecen vivir en una época lejana, pero hablan por móviles. “Hablamos por teléfono hará unos días”, dice Laura, estrechándole la mano. Sabemos que Eduard, el marido de Laura, fumaba hierba y chocolate y está a punto de divorciarse. Vive ahora con Diana, la hermana tres años mayor de Laura. Se habla de ese marido pero no aparece. No hay hombres en esta historia: reinan las mujeres. Una de las mujeres parece esperar un hijo. Hay un piso que quizás quede inhabitable. ¿O quizás el piso sea una casa, con un jardín que ha sido investigado por la policía? Pienso en el mundo de Marsé, de Messiez. Diana trabajaba en una zapatería. Imagino esa casa en lo alto de la calle Homero. Se habla de cosas aparentemente banales, atravesadas por revelaciones repentinas. Se nos dice, por ejemplo, que las mujeres de la historia son huérfanas: los padres murieron en un accidente de automóvil.

Laura cuenta a Marta que pidió encargarse de su asistencia al saber que habían estudiado en la misma escuela. Las dos mujeres escribieron relatos muy parecidos. “En mi relato”, dice una, “que escribí cuando tenía 14 años para un concurso escolar, era la misma escuela y contaba algo muy parecido a lo que contaste tú”.

En el relato, un hombre caminaba por la calle y cayó al suelo, y al levantarse se percató de que había desaparecido a los ojos de todos. El relato se leyó, cree recordar, “en los cursos superiores”. Marta le dice que aquellos días explicó “algo muy parecido a lo que tú has explicado. Pero no recuerdo haber leído ni escuchado tu relato”, dice. La muchacha recuerda que su padre murió de repente, en la calle, de un ataque al corazón. No había estado nunca enfermo y era todavía muy joven. La otra responde que en aquella época quería ser escritora: “Era lo que más deseaba en el mundo, incluso enamorarme o gustar a quien fuera”. Hablan de lo que querían ser de mayores. Dice una: “No lo sé. Sé que no quería ser mayor”. Dice la otra: “¿Por qué?”. Y su antigua compañera: “Para no tener que hacer lo que hacía la gente mayor. No quería ser como ellos. Como nadie que conociese”.

Imagino el jardín ruinoso, la calle alta. Por eso no me convence que sustituyan ese jardín imaginario por una pecera sin animales vivos. Quizás sea más inquietante esa pecera que jamás parezca haber existido. O quizás en una infancia muy lejana. De repente, en el tercio final de la historia, es cuando se habla de la policía y puede ser otro relato, o un fragmento de relato. Solo puedo citar fragmentos. ¿Son imaginaciones, fantasmas, como la mujer del cine nocturno que parecía Selma Parker, aquél personaje de Els subornats? Quizás el pasaje más enigmático sea el último. Se evoca una familia alemana. Un jardín lleno de flores, unas caballerizas. Una mujer llamada Frau Thomson. “Cuando acabe la guerra compraremos una granja y la cuidaremos entre todos. Volveremos a Alemania, a nuestra granja. Rudolf, no pienses tan solo en el servicio… vuestro padre es el mejor padre y marido del mundo. Tiene a su cargo la vida de miles de personas, entre oficiales, soldados y prisioneros… no sé si todavía me oyes… de aquí a un rato intento llamarte otra vez… te quiero”. (Se guarda el móvil. Oscuridad).

El jardí. Texto: Lluïsa Cunillé. Dirección: Albert Arribas. Sala Beckett. Barcelona. Hasta el 31 de enero.

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