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La alta cocina se mete a la selva: “Los españoles y franceses tienen la técnica, nosotros la despensa”

Las neveras de los mejores restaurantes de América Latina se parecen cada vez más a la Amazonia. En esta nueva revolución culinaria, el cultivo de camu camu o mambe se convierte en una alternativa a las economías ilícitas

Plato amazónico durante el evento de Canasta Amazónica, celebrado en Bogotá, el 15 agosto de 2024.ANDRÉS GALEANO

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A sus 60 años, doña Lidia Rodríguez sigue manteniendo la receta de la fariña prácticamente intacta a como la hacían sus ancestras. Para obtener un kilo de esta harina hacen falta casi dos años de trabajo desde la siembra de la yuca hasta su empaquetado. Se limpia el tubérculo, se fermenta, se amasa, se cierne, se pasa por el blandón... “Toca así”, dice alzando los hombros. “No hay atajos”.

Cada ocho días esta mujer se traslada desde la comunidad de La Chorrera hasta Leticia, la capital del departamento colombiano del Amazonas, con sus saquitos de fariña, mojojoy -larva de escarabajo- y casabe para tratar de vender. Pero reconoce que a veces se trae la fariña de vuelta. “Me la quieren comprar a 10.000 pesos (unos dos euros el kilo)”, cuenta molesta. “El bogotano pareciera que fuera de un país distinto de quienes venimos de la selva. Si no fuera por ellos, los colombianos no sabrían ni la mitad de frutos de su propio país”. Con ellos se refiere a los 16 chefs de alta cocina que están reunidos en el Restaurante Minimal de la capital para crear platos sofisticados y deliciosos con la fariña de Rodríguez, el mambe de Marianela Cuiri o la uva camarona de Alonso. La revolución culinaria en el continente tiene mucho que ver con volver a los orígenes y meterse en la selva. Rodríguez sueña con que también acabe colándose en las cocinas de barrio y los corrientazos del día.

Lidia Rodríguez, productora originaria de La Chorrera.ANDRÉS GALEANO

Empanadas de maíz con un jamón de tucupí, hojaldres rellenos de crema pastelera de mambe, sopa ahumada de hongos y tomates silvestres, tamal de yuca con helado de copoazu. Probar la selva es como conocer colores nuevos, a veces faltan referentes con que compararlos.

En la cocina de Afluente se honran los páramos, un ecosistema que está mayoritariamente en Colombia y Tanzania. Jeferson García, dueño y cocinero del local, quiso también honrar a su abuela y bisabuela que “crecieron en esas alturas”. Después de 13 años viviendo fuera -en Dinamarca, Chile y Tailandia- volvió a Colombia sintiéndose un turista. “Decidí redescubrirlo caminando. Por el camino fui encontrando ingredientes nuevos: ají de páramo, coralito, vinagrillo, morón... Eso es lo que comía mi abuela Mercedes antes y ahora yo lo meto en mis platos con las técnicas que aprendí”, cuenta este joven que trabajó en La Central de Lima.

“Ahora es que estamos aprendiendo a trabajar con lo nuestro. Y los productores a hacerlo valer. A veces les pagamos hasta tres veces más de lo que piden. Es triste que haya gente que les regatee”, cuenta. García abastece una parte importante de su despensa con alimentos que extraen del páramo mediante la recolección de caída, que implica ir después de fuertes lluvias a recoger los frutos que cayeron “y que no vayan a comerse los animales de la zona”. La mayor de las satisfacciones para él es el visto bueno de doña Mercedes: “Es diferente, pero dice que le gusta”.

Entre helados de camu camu y postres de macambo pasando de un sitio a otro, hay un puesto más transitado que todos los demás. En pequeñas hojas de bijao descansan unos amasijos de huevo batido con cúrcuma colmados con setas silvestres y ají, que sirven uno a uno las manos de Pedro Miguel Schiaffino, uno de los grandes precursores de la cocina que mira a la selva. Dice que prepara este nina juane -muy similar al chawanmushi japonés- porque conserva el sabor único de la Amazonia. “La alta cocina está cambiando. Pero hay que hacer las cosas no por moda o por atractivo o porque es lo nuevo, sino porque hay un valor detrás de todo esto”, cuenta el propietario de Malabar y Ámaz en Lima.

Pedro Miguel Schiaffino, chef peruano.ANDRÉS GALEANO

El peruano reconoce que siempre ha soñado con “integrar no sólo los ingredientes sino la cultura amazónica” en las principales capitales de Latinoamérica. “Y que esté en la mesa de todos; ese es el reto, pero los restaurantes son la punta de lanza. Lo que he visto en Bogotá es increíble, porque hay una integración tremenda, mucho más que en Lima. Bogotá es un gran referente en este movimiento”. El Chato, Mesa Franca, Humo Negro, Salvo Patria, Afluente... La oferta de restaurantes con esta mirada es cada vez más común. “Los españoles y los franceses tienen la técnica, pero nosotros la despensa”, espeta el cocinero barranquillero Andrews Arrieta, de Acai.

Minimal, el mítico rincón bogotano que hace reverencia a los productos del Pacífico y la Amazonia, se engalonó para el evento de la Canasta Amazónica, celebrado a mediados de agosto. Este encuentro, llevado a cabo por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid) y Wildlife Conservation Society (WCS), trasladó los sabores del piedemonte amazónico, la mazonia profunda y la Orinoquía al barrio de Chapinero, en Bogotá. Para Jose Luis Gómez, director de WCS para la región Andes-Amazonía-Orinoquía, la cocina es una de las múltiples alternativas económicas en la Amazonia. “La competencia es la minería y la deforestación ilegal. Es un enorme reto que la oferta a estos productores sea atractiva frente a las economías ilegales”, explica. “Pero hace una década que está empezando a ser un motor”.

El otro reto, comenta, es que no se masifique la oferta y empiecen a producir monocultivos de un solo alimento. “La clave es llegar a acuerdos de precio justos y trabajar con las comunidades con una relación distinta. Tenemos que lograr que de alguna forma podamos votar con nuestra billetera. El papel del consumidor es importantísimo”.

Nina juane de huevo y cúrcuma con setas y ají.ANDRÉS GALEANO

Con el dinero que han ido ahorrando las siete mujeres productoras de la cooperativa de doña Cuiru “compran las necesidades de la casa” y pagan los paneles para poder tener algo de electricidad. “Pero casi siempre se nos va el dinero en pagar el transporte de la comunidad a la carretera”, narra. En esta zona del Amazonas la infraestructura pública brilla por su ausencia y decenas de comunidades como la de esta mujer de 47 años carecen de agua potable, luz y mucho menos caminos o carreteras.

“El Estado debería subsidiar estas iniciativas, pero normalmente la inversión pública se concentra donde más gente hay”, lamenta Gómez. “Los territorios periféricos no reciben mucha inversión, pero esperamos que eso cambie. Porque una economía sana permite conservar costumbres y tradiciones; todo lo que está destruyendo la economía ilegal”.

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