Astronomía con dos apellidos: en defensa de la ciencia hecha en Latinoamérica
Dado lo poco que vemos en América Latina a nuestros astrónomos y astrónomas―y a nuestros científicos en general―, es un milagro que sigamos produciéndolos
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“¿Cuál de todos estos es su apellido?”. El tono y cada una de las palabras, pronunciadas con un acento en inglés de origen indescifrable, indicaban que no era una simple pregunta para completar un trámite. “¿Si es un apellido por qué no está unido por un guión?” Es como preguntar por qué la carretera que va desde Alaska hasta la Patagonia se llama Panamericana si no cruza el Tapón del Darién. Pero esta persona no quería oír explicaciones ambientales, históricas o socioculturales. Tenía una regla para medir el mundo y mi existencia no encajaba en ella. “¿Ocupación?” Astrónomo. “¿Y eso se puede estudiar en su país?”
Los astrónomos y astrónomas profesionales somos pocos en el mundo y en América Latina. La Unión Astronómica Internacional (UAI), la organización internacional encargada del avance de la astronomía alrededor del mundo, cuenta con 12.734 profesionales inscritos en 85 países. Alrededor de seis de cada 100 astrónomos profesionales en el mundo están en los países de las Américas donde predominan las lenguas romances, lo que usualmente llamamos América Latina. Este porcentaje no incluye a cientos de astrónomos latinoamericanos que ejercen su profesión en otros países y están inscritos a través de otras asociaciones nacionales, pero no está muy lejos de la porción de la población mundial en esos territorios; aproximadamente ocho de cada 100 habitantes del planeta están en Latinoamérica. Entonces, quienes venimos de ese lugar del mundo no somos una excepción en la comunidad astronómica internacional. Sin embargo, nuestra representación en el imaginario colectivo es limitada, incluso en nuestros propios países.
Pídale a alguien cercano que cierre los ojos y piense en una persona que trabaja en astronomía. ¿Es una mujer o un hombre? ¿En qué idioma habla? ¿Cuál es su color de piel? La respuesta puede variar, pero es muy poco probable que imaginen a Guillermo Haro Barraza, Jorge Arias de Greiff o María Cristina Pineda Suazo. ¿Han visto o escuchado a un astrónomo o astrónoma explicar un hallazgo en la radio o en la televisión en su idioma? ¿En su país, como en el mío, la discusión de las tormentas geomagnéticas tiene que competir con las noticias de farándula? ¿También invitan a un lector del tarot a comentar el premio Nobel de Física? ¿También hay más espacio para los signos zodiacales que para las noticias de ciencia en el periódico de su ciudad? Dado lo poco que vemos en América Latina a nuestros astrónomos y astrónomas―y a nuestros científicos en general―, es un milagro que sigamos produciéndolos. ¿De dónde salen entonces estos personajes que se ponen la camiseta de sus países para representarlos ante el mundo si no pueden formarse dándole golpes a una pelota de trapo en un potrero o cantar en las calles como tantos atletas y artistas que son la imagen internacional de Latinoamérica?
Hugo Levato, astrónomo argentino que compiló una de las escasas referencias sobre la educación formal en astronomía en América Latina, dividió a nuestros países en tres categorías. La primera categoría está conformada por aquellos completamente ausentes del panorama internacional de la astronomía. Es como si Paraguay, Nicaragua o El Salvador no miraran hacia el cielo. En esa categoría también hay países con apenas uno o dos miembros de la UAI, que yo ingenuamente imagino como orgullosos Quijotes observando el firmamento desde Bolivia, Cuba o Perú, aunque este último país tenga su nombre escrito en la historia de la astronomía moderna.
En las cercanías de Arequipa, en la estación del Observatorio del Harvard College, se observaron a comienzos del siglo XX las posiciones y los espectros de luz de decenas de miles de estrellas en el hemisferio sur, que luego fueron cruciales para determinar la composición y la naturaleza de ese tipo de objetos celestes. Una versión de la historia, publicada en el periódico estudiantil de la Universidad de Harvard, habla de trabajadores nativos empleados exclusivamente en la construcción y mujeres mal pagadas encargadas del análisis. Otra versión cuenta las guerras civiles que desangraban al Perú y mantenían a los astrónomos extranjeros a merced del señor de la guerra de turno, con las maletas en la mano y huecos en la tierra listos para esconder los costosos lentes durante las incursiones de cada nueva milicia. El hecho es que, con cielos privilegiadamente despejados, Perú está ausente del panorama de la astronomía moderna.
La segunda categoría del estudio está formada por países con al menos una decena de investigadores donde la astronomía se ofrecía como una especialización de la carrera de física. Entre ellos se encontraban Uruguay, Honduras y Colombia, aunque muchas cosas han cambiado en los quince años desde la publicación de ese trabajo. Ahora se puede sumar a esta lista Costa Rica, que en 2002 recibió su primer planetario en una donación del Gobierno de Japón y hoy envía talentos para completar su formación en las mejores universidades del mundo. Colombia también se ha acercado un poco más al firmamento, ofreciendo programas de doctorado y consolidándose como un país exportador de talento científico, aunque sus resultados en las pruebas internacionales en física y matemáticas, competencias básicas para la investigación en astronomía, muestren que la mayoría de sus estudiantes de secundaria están por debajo de la media de los países industrializados.
La última categoría está formada por cinco países que habían cerrado el ciclo de producción de astrónomos a nivel de doctorado, manteniendo un ecosistema de investigación con institutos de investigación, científicos doctorados y profesores. La crisis política y social le ha costado a Venezuela su liderazgo en la región y ha erosionado el sistema que mantenía - a pesar de las limitaciones- investigación en astronomía de alto nivel. México, Argentina y Brasil son potencias regionales en ciencias naturales, aunque el vaivén de los gobiernos haga temer por su estabilidad. Ya sea por la supuesta oposición entre las ciencias naturales y la tradición cultural o los implacables ajustes fiscales a todo lo que no produzca réditos económicos inmediatos, lo terrenal ata a quienes se dedican a entender el universo desde esos países.
Chile merece una categoría aparte como la puerta al firmamento más transparente del planeta. Los cielos excepcionalmente claros y secos del desierto de Atacama, despejados durante casi 300 días al año, han atraído a más de la mitad de la infraestructura mundial dedicada a la astronomía. Es imposible imaginar la astronomía moderna sin los observatorios del Cerro Tololo, La Silla o Las Campanas, sin ALMA o sin las antenas del Llano de Chajnantor. Es imposible imaginar el futuro de la astronomía sin el Telescopio Gigante de Magallanes, sin el Telescopio Extremadamente Grande del Observatorio Europeo Austral o sin el Observatorio Vera C. Rubin. Lo que en otras naciones latinoamericanas parece ser un lujo, en Chile es una oportunidad para investigadores, ingenieros, profesores, estudiantes, aficionados y, sobre todo, para la imagen mundial del país austral.
La riqueza astronómica de Chile se desborda fuera de sus fronteras. María Teresa Ruiz y su Hijos de las estrellas se han dispersado en páginas y pantallas de Latinoamérica como antes lo hizo Carl Sagan y su programa televisivo Cosmos. ¿A dónde van a parar las semillas que ella y muchos otros divulgadores de la astronomía siembran en nuestros países? Quiero pensar que han hecho nuestras sociedades, tan complejas y desiguales, un poco mejores. A lo mejor algunos niños entendieron que la popularidad de los horóscopos marca el pulso de la credulidad de una sociedad. Posiblemente algunas niñas aprendieron el papel fundamental de las mujeres empujando las fronteras del conocimiento humano. Y tal vez algunos jóvenes amueblaron su cabeza lo suficiente para entender que la herencia de las naciones indígenas de nuestros países y el legado de la ciencia occidental pueden coexistir para construir un mundo mejor.
Esa sospecha se convierte en certeza cuando veo los rostros de los jóvenes investigadores que asisten a la LARIM, la reunión regional latinoamericana de la Unión Astronómica Internacional (UIA), o leo las palabras de otros tantos que buscan una oportunidad de intercambio o una plaza de doctorado. Veo la pasión y el rigor con el que abrazan su trabajo y me guardo detrás de una sonrisa grande como una marquesina todas las frustraciones que yo, como tantos investigadores latinoamericanos llevamos encima. Se me olvidan las filas para las visas con las que justificamos nuestra existencia en los países con los recursos para explotar nuestro talento. Se diluyen los recuerdos de los prejuicios, la ignorancia y la desconfianza que se encuentran por el camino. Me guardo los malos recuerdos porque estoy presenciando un milagro: que alguien en nuestra esquina del mundo sienta que pueda empujar la frontera del conocimiento humano a un lugar remoto del universo.
Cada uno de ellos es un “astrónomo latinoamericano”, así, con dos apellidos, para distinguirse de los demás, no con los apellidos que deben recortar o juntar con guiones para firmar sus descubrimientos ante el mundo, sino con los que llevan en el corazón desde que eligen explorar el universo. Están formados por maestros que han elegido quedarse en sus países, aunque saben que el potencial de sus alumnos solamente es valorado en otros territorios. No necesitan remontarse a los mayas o a los incas con nostalgia pensando en un tiempo en que pudimos entender el firmamento. Han elegido levantar la vista al cielo en sociedades en las que es más fácil seguir mirando al suelo. No son aún Edwin Hubble o Cecilia Payne Gaposchkin, pero se enfrentan al universo con la pasión y la creatividad que solo nacen en nuestros países. Deben perseverar y hacer lo mejor para verlo todo, para entenderlo todo, y luego contarlo, porque vienen del jardín de senderos que se bifurcan, donde una visa o un prejuicio les puede cerrar una puerta y tendrán que inventarse otro camino. Deben contarlo para que otros sepan que hay alguien como ellos, alguien que vio más allá de la atmósfera y escuchó los secretos del universo en nuestros idiomas y nuestros acentos. Deben contarlo para que no se extinga la llama de la curiosidad en nuestras naciones y no sintamos jamás que tenemos menos derecho que nadie a entender el cielo que nos cubre a todos.
El autor agradece a Luis Nuñez de Villavicencio Martinez, Santiago González Gaitán, Anais Moller, Yara L. Jaffe y Juan Rafael Martinez Galarza por las conversaciones que inspiraron este artículo.